Se vende casa de pueblo

Calle Mayor de Uceda
La casa de mi abuela siempre me daba mucho respeto. O quizás era miedo. Mis primos mayores, y alguna de mis tías, nos contaban historias del más allá, que se habían producido en alguna de las estancias del viejo edificio. El desván repleto de cachivaches, adonde solo se llegaba a través de una puerta en el cuarto de baño que estaba siempre, siempre, cerrada, la bodega y sobre todo las escaleras que llevaban a un piso superior oscuro, negro, misterioso eran objeto de mis peores pesadillas, incluso mucho años después.

Una vez me contaron que mientras jugaban a las cartas en una salita de la planta baja, vieron la sombra de una anciana, candil en mano, que subía por las escaleras. En otra ocasión, en una de las habitaciones superiores, mi prima sintió una presencia que no le permitió moverse de la cama ni pedir auxilio. En un cuarto de al lado, era habitual que mi primo sintiera que no estaba solo, sino muy acompañado, y no precisamente por personas visibles. Un día, mientras parte de la familia mataba el tiempo una noche de verano, mi primo se puso lívido y señaló un rincón de la sala: "Ahí hay alguien". Todos miraron, pero no vieron absolutamente nada, y siguieron jugando como si tal cosa. 

La bodega de la casa era uno de los lugares más misteriosos. Y eso que estaba tapiada nada más arrancar el pasadizo subterráneo. Cuentan que, décadas atrás, quizás siglos, las casas del pueblo estaban unidas a través del laberinto de las bodegas, quizás para huir de un enemigo cierto y bien visible, no como esos seres que parece ser que se han quedado a vivir allí de forma fantasmal.

Cuando era niño, a la bodega se bajaba siempre acompañado. Era un lugar prohibido para ir por tu cuenta, y mucho menos para montar una juerga con tus hermanos. Unos escalones muy empinados te hundían varios metros bajo el suelo. Olía a humedad, tinieblas y aire rancio, antiguo, sepultado allí por los siglos de los siglos. Un día alguien tuvo la ocurrencia de poner una grabadora al final del pasadizo, ahí donde levantaron la tapia que cortaba la conexión con otras muchas cuevas del pueblo, o eso dicen. El resultado fue asombroso: podían escucharse campanadas y un canto gregoriano. Dicen que hay sonidos que se quedan retumbando de una pared a otra y ya no hay quien los saque nunca de ahí, como almas en pena que se quedan encerradas.

Había noches que mis padres nos llevaban a dormir a esta casa, y nos distribuían por las habitaciones, incluidas las de los fantasmas. Nunca sentí tanto terror como en aquellas noches eternas de insomnio y sombras. Era un miedo primario, sin aristas ni matices. Un pavor absoluto, sin tregua. Por la mañana me levantaba agotado, después de haber conseguido dormir algo solo de madrugada, cuando las sombras desaparecen y todo es reconocible.

Por eso, mi padre se convirtió a mis ojos en un héroe cuando una noche que estábamos muchos en la casa de mi otra abuela, y faltaba alguna cama, anunció que se iba a dormir allí. Él solo, con toda la casa vacía. Intenté que desistiera de semejante idea, pero mi padre no parecía sentir ningún miedo. Me parecía inconcebible enfrentarte en solitario y de forma voluntaria a los peligros evidentes de una casa donde habitaban seres desconocidos, y no de este mundo precisamente.

Tampoco dormí esa noche, pensando en mi padre, y en las conversaciones que tendría con las "presencias". Cuando regresó por la mañana le miré con detenimiento, pero no vi ninguna señal extraña. "¿Has visto algo?", le pregunté en seguida. "He dormido fenomenal, de un tirón", fue su respuesta.

Esa casa forma parte de mi vida. De mi familia. De mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Cuando pienso en ella veo a mi abuela de un lado a otro del largo pasillo, siempre madrugadora y con alguna tarea que hacer. De repente los recuerdos se me agolpan, y vuelven a mí algunas sensaciones que parecían ya olvidadas. 

Esta tarde de noviembre, fría y ventosa, paseaba por las calles del pueblo, con gorro, bufanda y guantes, y a pesar de eso tiritando algo por este invierno que ha llegado de golpe y porrazo. Al pasar por la casa de mi abuela miré, como siempre, hacia sus balcones y la ventana del piso de abajo, con un temor ancestral a ver una silueta desconocida asomada entre los visillos. Lo que vi fue mucha paz, y un cartel en el piso de arriba que me encogió el corazón.

"Se vende". Letras rojas y dolorosas. Se vende casa de pueblo. Se vende la casa de mi abuela, de mi padre, de mi familia. Se venden mis recuerdos y una parte de mi vida.

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