Cuando el sol cae


Atardecer en el pantano del Atazar, 3 de septiembre de 2015

El verano se me va sin remedio. En unas horas estaré de nuevo en el trabajo y atrás quedará un mes intenso, por decirlo de alguna manera. Treinta días que debía vivir, y que he vivido. Y ahora despido mis vacaciones desde el Atazar, donde el sol está a punto de ponerse allá sobre El Berrueco, medio oculto entre nubes premonitorias del otoño.

Es una tarde melancólica. O al menos así la estoy viviendo. En este inicio de septiembre los ruidos de las vacaciones están casi apagados. Aquí, con el embalse ante mí, solo queda la tranquilidad y el silencio de la montaña. A lo lejos se oye el sonido del agua por el aliviadero de la presa, el agua que alimenta al río Lozoya. De vez en cuando un avión atraviesa este cielo y rompe la quietud.

Esta es mi tierra. Estas son mis montañas. Este es mi río. Cuando necesito relajarme, cuando quiero pensar sin agobios, siempre acabo aquí, ante este mar de agua dulce, al que vuelvo una y otra vez. Siempre. 

El sol va descendiendo y tiñe de plata las aguas oscuras del pantano, tan misteriosas, tan atractivas. Por momentos un rayo escapa entre las nubes y alegra algo esta tarde de recuerdos, añoranzas y meditación. ¿Un rayo de esperanza? Pero en seguida se apaga y el pantano se torna gris por completo. El anochecer está cerca. Es la rueda de la vida, de mi vida. Toca recogerse y volver a soñar. Soñar hasta que el sol asome y me vuelva a despertar.

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