Caminos de Asturias

Asturias, entre Celorio y Llanes, 23 de mayo de 2016

El domingo 22 de mayo cogí el coche y me marché a Asturias a eso de las siete de la mañana. Había reservado, apenas media hora antes, una habitación en un hotel pegado al mar. Lo había visto por internet, después de buscar durante varios días. No tenía ni idea de lo que me iba a encontrar, ni de la zona donde estaba situado. Solo había ojeado media docena de imágenes en el ordenador, pero después de vencer todo tipo de obstáculos y pegas que hicieron fila en mi mente para que me quedara tranquilamente en casa, dejé de darle vueltas y me fui al norte, sin más compañía que el iPad, un libro y una mochila con ropa para no más de tres o cuatro días.

Llegué a Asturias pasadas las 12, después de equivocarme en un par de carreteras. El hotel estaba plantado a pocos metros del mar. Me recibió una marea baja que dejó ver una playa en retroceso, solitaria y profunda. "Bingo", me dije. Había acertado de lleno en la elección. Descubrí que había un camino que iba desde Playa de Barro hasta Llanes, pasando por Celorio y Poo, que transcurría sobre acantilados, montes y praderas junto al mar. Eran cerca de siete kilómetros para disfrutar, desconectar y vivir en paz.

Al día siguiente salí temprano para hacer el camino completo, ida y vuelta. El día era espectacular: sol, calor soportable, buen ánimo y temporada baja de turismo. No se podía pedir más. Cada paso era mejor que el anterior. Caminos medio escondidos te guían hacia lugares recónditos donde sientes toda la fuerza del mar y de la naturaleza. Son rincones donde solo puedes sentirte pequeño, indefenso, y a la vez grande, al dominar con tu vista un paisaje que te deja con la boca abierta, deseoso de captarlo todo, cada detalle, cada matiz, cada ola de ese mar furioso que no deja de golpear la costa del norte de España.

En uno de esos caminos estrechos y apenas visibles metí mi pie izquierdo en un hoyo camuflado con hierba, mientras trataba de llegar con la mirada lo más lejos posible en ese mar que se perdía en el horizonte. Oí una rasgadura, quizás un chasquido, y caí con un fuerte dolor. Me temí lo peor, un rotura de tobillo, pero cuando pasó el primer dolor fuerte me toqué y no noté una molestia especial en el hueso. Tampoco quería decir nada, pero me fié. Me puse de pie con cuidado y comprobé que podía seguir caminando, así que continué la marcha, cuando no había hecho más que empezar. 

Cuando llegué a Llanes, al final ya con un gran esfuerzo por el tobillo, me di cuenta de que lo tenía muy hinchado. Pero llegué hasta la meta, coroné el paseo de San Pedro y solo cuando lo hice llamé a Emergencias para preguntar dónde estaba el Centro de Salud más cercano. Tuve suerte: quedaba a unos 200 metros. Fui cojeando y en una primera inspección táctil la doctora me confirmó que no había rotura. Me pusieron una venda y a correr. 

Regresé caminando hasta el hotel: otros siete kilómetros casi. Pero iba disfrutando de Asturias, de sus caminos, de sus playas perdidas, de un mar bronco con marea alta que me fascinaba. Me quedaría toda la vida observando la fuerza de ese mar, ese ir y venir de sus olas, ese choque brutal contra las piedras y los acantilados. Volví por el mismo camino y regresé a ese acantilado que descubrí en la ida y que permite ver dos playas que se unen solo cuando hay marea alta. 

Quería abarcarlo todo con la mirada. Pero el mismo pie, el izquierdo, volvió a fallar y caí de nuevo a tierra, con un dolor muy fuerte, peor que el anterior. Ahora sí, ahora sí, me dije, con una rabia que no podía contener. Dejé que pasara el primer golpe de dolor y volví a levantarme. Fui despacio hasta el hotel. El último kilómetro se me hizo eterno, cada paso era una tortura. Pero llegué. Pedí hielo y me tumbé en la cama. "Son cosas que pasan", decía una y otra vez, intentando no caer de nuevo, ahora en el desánimo.

Al día siguiente me marché, pero quería ver más. No quería irme sin ver la playa de Torimbia. El esguince, o lo que fuera, no podría conmigo. Ni hablar. Dejé el coche junto a la carretera y subí el monte hasta el mirador, donde podía contemplarse una de las playas más bonitas del mundo. Un lugar para respirar hondo y recargar las pilas. Para confirmar que Dios existe, y para darle gracias por haber creado esa maravilla que es la costa asturiana. 

Y solo entonces, cuando cumplí mi objetivo, volví al coche y regresé a Madrid, cojeando, renqueante, pero feliz porque caí dos veces y me levanté, seguí adelante por el camino que solo yo había escogido, sin que nada me lo pudiera impedir. Hasta que llegué a la meta que me había puesto. 

Playa de Torimbia, Asturias. 24 de mayo de 2016

Comentarios

Entradas populares de este blog

Así está el Pontón de la Oliva

Ouija en la casa abandonada (I)

Imágenes del río Jarama desbordado