Sensaciones de fin de año

Navidades, diciembre 2019
"¿Qué sentido tenía conquistar mundos si al final del camino no tenías con quien compartirlos? ¿Para qué servía la vida sino para mezclarla y agitarla con otras?"

Javier Sierra, en "La pirámide inmortal"
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Este último día del año amanece en Uceda con frío, con un par de grados bajo cero. Cuando salgo para el Pontón, el termómetro marca un grado a eso de las diez de la mañana. Según pasen las horas, el calor se dejará sentir y al final acabaré comiendo mis lentejas en la terraza al sol.

El año 2019 se nos va. Recuerdo cuando era pequeño y pensaba en el año 2000, como un horizonte lejano, misterioso, casi irreal. Pensar en esa fecha mágica era imaginar otro mundo, de ciencia ficción, con mucho sol y calor. Sí, lo imaginaba así. Con mucha luz, bajo un sol de justicia. Podía hacerme una idea mental de ese mundo que se asomaba en lo que entonces me parecía lejísimos. Aunque apenas podía imaginarme a mí mismo. 

Y llegó el año 2000, y luego el 2010. Y ahora se nos viene encima el 2020. Escribo en un portátil, conectado a internet a través de la red del móvil, que lo tengo aquí al lado, siempre conmigo. Me acuerdo del Amstrad, el primer ordenador que tuve, con 15 años. Mi padre fue de los pioneros tanto en la compra de ordenadores como en internet. Tuvimos dos modelos diferentes de Amstrad, uno con cassette y otro con disquetera. Y luego llegó el Packard Bell, y más tarde el Inves, y por fin el Macbook Pro. 

Los años, las décadas vuelan. Pero hay recuerdos que se te quedan clavados en el corazón. Por eso, quizás, siempre vuelvo aquí, a esta tierra, este paisaje, entre todos los que hay. Porque es como cuando hueles algo y se forma una imagen nítida, un recuerdo muy real en la cabeza asociado a ese olor. Aquí, en el Pontón, me ocurre igual, vuelvo a sentir a mi padre cerca, y a mis hermanos, y a mí mismo hace muchos años, disfrutando de momentos que solo años después descubrimos que eran los más felices.

Me siento en el pico más alto, con la montaña, el valle, el río, el mundo a mis pies. Y vuelvo a ser un niño con mi padre sonriente al lado. Prefiero no mirar para no descubrir que, en realidad, no hay nadie. Me basta pensar y sentir su presencia. Y sin necesidad de decir palabras en voz alta, hablo con él, como si estuviera ahí de nuevo, como si no hubieran pasado los años. Como si la vida continuara siempre amable y luminosa. 

El otro día bajé al río después de comer. Era una tarde de esas que de vez en cuando nos regala diciembre, con buen tiempo, incluso con calorcito al sol. El Jarama bajaba fuerte después de las lluvias del otoño. El camino hacia la presita estaba solitario, tranquilo. Solo se oían mis pasos, los pájaros que echaban a volar cuando me acercaba y el sonido del agua. Y entonces supe, una vez más, por qué me compré una casa en Uceda y no en cualquier otro lugar de la sierra. Porque es mi tierra, con sus virtudes y defectos. Y porque cada rincón, cada camino, cada sonido y cada luz forman parte de mi vida.

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