Piano en la noche

Vence diciembre en Madrid. Por aquella ventana de aquel primer piso el viento helado se lleva la melodía de un piano. Melancólica, reposada, espiritual. Cuenta la historia de alguien que luchaba por ser feliz, mientras la vida se empeñaba en ponérselo difícil. Pese a todos los obstáculos y aflicciones, al final lo conseguía, sin ser demasiado tarde.

A través de la ventana entreabierta, y cuando el movimiento de la cortina, mecida por la corriente, lo permite, se ve al pianista concentrado, acariciando cada tecla, en una conversación personal, íntima, con ese instrumento de cuerda que murmura sentimientos. Se podría decir que respira. Y que a ratos parece gritar, o llorar. O amar.

El pianista mira a su izquierda y sonríe levemente a alguien sentado muy cerca de él que no se distingue desde más allá de la ventana, al otro lado de la calle. Es una mirada de complicidad y de invitación a compartir ese momento mágico de intercambio de fluidos musicales entre unas manos que susurran y un piano que responde, a veces dulcemente, a veces con fuerza.

Cuando el pianista acaba, la música permanece en el aire durante unos segundos, flotando con suavidad. Casi podría tocarse y sentirse con los dedos. Se levanta, emocionado, y abraza a su público, unipersonal, mientras el eco del piano envuelve la casa y la calle entera.

Cae la noche gélida en Madrid. En el cristal de la ventana ya cerrada se ha formado un denso vaho que difumina el final feliz de la melodía del piano.

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