La encina y el pantano



El sol de febrero es un continuo quiero y no puedo. Los últimos rayos de la tarde se reflejan en el agua oscura del pantano y calientan tímidamente las ramas de la vieja encina que ha visto de todo durante años y años y más años, desde que su semilla prendió justamente ahí, en la ladera de esta montaña plagada de jara,  tomillo y pizarra.

A través de sus ramas compactas se cuela la luz tibia de este atardecer, y sus hojas saludan los primeros calores, 18 grados, del avance de la nueva temporada estival. La encina ha visto nacer el pantano del Atazar, desde su posición pétrea ha observado cómo escalaba la pendiente hasta rozar con su agua helada las mismas raíces del árbol, y cómo volvía a bajar, en épocas de sequía, hasta perderse en las profundidades del valle. Este año el agua del pantano está de retirada, retrocede, se recoge, quizás para volver a subir el próximo año aún con más fuerza y tratar de acariciar al señor de la montaña, al que nunca logró abrazar.

El viejo tronco sigue esperando, robusto, grueso, repleto de nervios y arrugas, sabio y acogedor, a que su enamorada llegue un año de estos a la cima y se produzca, por fin, el esperado encuentro.

Mientras llega ese momento, la encina observa, quieta, dorada por el sol declinante, y comprueba de nuevo que la vida es un continuo subir y bajar, una larga espera cargada de sinsabores que en ocasiones da sus frutos, unas veces amargos, otras dulces como el que acaba de caer a la sombra de las ramas de su ancha copa, y busca la protección de su tronco centenario. Un fruto que parece estar a punto de estallar con la llegada inminente de la primavera.

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