El país de los Pirineos


Ordino, Andorra, 8 de enero de 2015
"¡La manía de perpetuar, de registrar, de fotografiar todo! Supongo que eso nace de la sensación de no gozar plenamente de nada, de sentir que la flor de todas las cosas se escapa con cada soplo de aire que exhalamos"

Lawrence Durrell, en "Balthazar (El cuarteto de Alejandría)", 1957

"La insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros en todas partes y en todo momento. Está presente incluso cuando no se la quiere ver: en el horror, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Se necesita mucho valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y para llamarla por su nombre"

Milan Kundera, en "La fiesta de la insignificancia"
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Llegué a Andorra la Vella después de hacer un alto en el camino en La Seo de Urgel. El Principado tiene ahí una especie de territorio diplomático, con la bandera andorrana bien izada, para señalar la  sede del arzobispo, que es copríncipe de Andorra. 

El pequeño país que tenemos de vecino en las montañas no está muy lejos de allí. A pesar de estar en enero, no hay ni un copo de nieve, y el frío es más o menos parecido al de Madrid. "Raro, raro", dice el chófer del autobús. "El año pasado, a estas alturas, había una buena capa de nieve y teníamos ocho o nueve grados bajo cero".

En la capital de Andorra la sensación de claustrofobia para quienes llegamos de la Meseta se soporta un par de días, y siempre que no mires mucho alrededor. Solo se ven montañas que rodean la ciudad, incrustada en una especie de agujero, o más bien un cráter gigante. 

Andorra la Vella se recorre en medio día, tiempo suficiente para pasear por la calle comercial, comprobar que los precios no son mucho más bajos que en España y chimpún. Si estás una noche ahí, puedes cenar bastante bien en "Conchita", un restaurante de apariencia casera donde comerás lo que te diga la señora de la casa, eso sí, pero todo está estupendo.

Me gustó bastante más un pequeño pueblo que está como a veinte minutos de ahí: Ordino. Típico lugar de alta montaña, con las estaciones de esquí muy cerquita, y con casas típicas de los Pirineos. Precioso y, como es obvio, muy frío. 

Ahí recordé aquel invierno en que me inicié en los misterios del esquí, en Baqueira Beret. El último día de un largo puente acabé pensando que realmente había aprendido a esquiar y que a partir de ese momento sería mi deporte favorito, que practicaría sin pausa todos los años y en todas partes. Lo cierto es que jamás me volví a poner unos esquíes. Pero aquel fin de semana fue inolvidable, un momento de felicidad y gozo solo roto por la angustia de pensar que me iba a romper la crisma cada vez que me quedaba solo en lo alto de una pista de nieve y miraba con auténtico terror hacia abajo. O cuando preso del pánico en pleno descenso me lanzaba al suelo para, al menos, ser yo quien dominara mi propia caída, antes de perder el control absoluto de mi cuerpo.

"Volveré", me dije para mí, y voceé a los cuatro vientos. Pero no volví. El curso de la vida siguió hacia delante. Todo cambió, todo se transformó, y aquellos días quedaron en mi memoria como una imagen ya casi borrosa, cada vez más sepia, en la que el resto de personas que me rodeaban, incluidas las más importantes para mí, han ido desapareciendo de mi lado de forma irrevocable.

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