Fantasmas en la Antigua


Antigua Guatemala, 8 de marzo de 2015

"¿Dónde buscar justificaciones? Solo pienso en los hechos mismos; porque gracias a ellos podré adentrarme un poco más en la verdad central de ese enigma llamado amor"

Lawrence Durrell, en "El cuarteto de Alejandría. Balthazar"
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Volver a caminar por los adoquines de la Antigua Guatemala casi ocho años después me produjo sensaciones extrañas. Fue una mezcla de nostalgia y viaje, mental y físico, al pasado, como cuando hueles algo y el cerebro te traslada a otro lugar y momento con un realismo que te hace revivir los recuerdos con una exactitud inquietante. Puse un pie en esta ciudad colonial, patrimonio de la humanidad, arrasada en el terremoto de 1773 y reconstruida con un respeto máximo a sus orígenes, y mi mente viajó hacia atrás en el tiempo, cuando todo era tan diferente y la vida aún no había enseñado esa zarpa que te deja heridas ya para siempre.

Andaba sumido en mis pensamientos mientras observaba el volcán de agua que preside toda la ciudad, cuando un paisano me sacó de mi ensimismamiento. "Esta es la calle de los fantasmas. Muchos aseguran haberlos visto por aquí cuando la oscuridad de la noche cubre toda la ciudad, y las farolas apenas dan algo de luz". 

Frené en seco. ¿Fantasmas? ¿Hay fantasmas aquí? ¿Eso es cierto? "Huy, sí que lo es, sí. Esta es una ciudad muy antigua, y las casas, aun reformadas muchas de ellas, tienen mucho pasado entre sus paredes. Hay grandes moradas con dos, tres y hasta cuatro patios en su interior, y algunas de ellas tienen sus fantasmas propios, reconocibles, que conviven en armonía con los actuales habitantes".

"¿Ves ese arco?", dijo mientras señalaba una especie de puerta con arco presidido por un reloj que unía las dos aceras de la calle. "Pues ahí es donde más se dejan ver. Cruzan la calle para ir de una casa a otra por detrás del arco. Las viviendas forman parte de un antiguo convento, unido por oscuros pasadizos subterráneos, y hace tiempo las monjas de clausura que tenían que ir de un lado a otro aprovechaban la oscuridad para atajar por la calle. Eso sí, totalmente tapadas y corriendo para no ser vistas"

"Ahora, por la noche, pese a estar cerrado el convento, se siguen viendo las sombras de las monjas que cruzan de lado a lado. Pero hay una que va más allá. Parece más joven, porque es más hábil. Ella, o su fantasma, se atreve a cruzar el arco y adentrarse en la ciudad, hasta que se pierde a la vuelta de alguna esquina. Hay quien ha escuchado sus sollozos mientras la sombra corre de un lado a otro".

"Cuenta la leyenda que hace dos siglos una monja joven tenía un bebé secreto escondido en una casa de la ciudad, al cuidado de su hermana. Iba a verlo todas las noches, hasta que un día no los encontró. Se los había tragado la tierra, pero la casa estaba revuelta, como si hubieran entrado con violencia. A la mañana siguiente aparecieron dos cuerpos, el de una mujer y el de un bebé, muertos a la salida de la ciudad. La monja enloqueció, y empezó a salir cada noche para correr sin rumbo por la ciudad en busca de su hijo perdido, hasta que alguien la recogía, ya agotada, y la devolvía al convento. Murió poco después, de pena y de locura, pero su fantasma no dejó de correr durante muchas, muchas noches".

Me quedé mirando el arco. Imaginé a las monjas yendo de lado a lado de la calle con miedo a ser vistas. Y pensé en la joven que no soportó su dolor. 

Cuando el sol se ocultó y las sombras se alargaron en la Antigua, salí de nuevo a pasear. Sin darme cuenta se echó el tiempo encima y cayó una noche cerrada, sin luna. Las calles se vaciaron al instante, y mis pasos, sin buscarlo, me llevaron a la calle del arco. Tuve un escalofrío. Me quedé plantado a cierta distancia, a la espera de que pasara algo, lo que fuera. Pero nada ocurrió.

Di media vuelta y entonces vi en el otro extremo de la calle dos siluetas. Parecían jóvenes, felices y despreocupados. No había nadie más, y los observé mientras caminaban en diagonal de una acera a otra, como a cien metros de mí, en sentido contrario al lugar donde me encontraba. Hablaban entre ellos con afecto y simpatía, o eso parecía. Uno con las manos en los bolsillos, otro con una amplia sonrisa que no menguaba ni por un momento. Caminaban despacio, relajados y con seguridad, como si el mundo, su mundo, se redujera a ese instante y ese lugar y no hubiera un mañana que pudiera inquietar. 

Los miré sin moverme un milímetro, casi sin respirar, hasta que el corazón me dio un vuelco. Uno de ellos se parecía a mí, pero como era ocho años antes, vestido igual que entonces. Me acerqué unos metros: era yo, no había duda. Mejor dicho, era mi fantasma, o el espíritu de una etapa de mi vida ya pasada, que se quedó allí, en esa ciudad maravillosa, para siempre. 


Antigua Guatemala, 8 de marzo de 2015

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