Calas de Ibiza


Cala Saladeta, Ibiza, agosto de 2015


"Si la prensa se hiciera eco, lo sabría mucha más gente, pero se olvidaría al cabo de un mes. En cambio, el rumor... Es lo que dura, es lo imparable y que no cede, es lo único eficaz"

Javier Marías, en "Así empieza lo malo"
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Cuando llegamos a la Cala Salada en Ibiza, el día acababa de empezar y apenas había dos o tres coches justo al final del camino, con evidentes muestras de haber pasado la noche ahí. Éramos, pues, los primeros visitantes de ese día. La cala, escondida entre montes de pinos, se desperezaba ya con pequeñas olas y un agua brillante y cristalina. Decidimos ir un poco más allá, a la Cala Saladeta, sin saber muy bien qué era ni qué nos esperaba. Era nuestra primera incursión al mar tras desembarcar en la isla esa madrugada. No podíamos sospechar que lo que nos encontraríamos poco después sería una playa sacada de una postal imposible.

Después de un camino de diez minutos por el monte con pequeñas subidas y bajadas, alcanzamos la entrada de la Cala Saladeta, una playita coqueta, bien recogida entre montes verdes, de blanca arena y agua transparente, limpísima. En un rincón de la cala, un nudista recibía el día junto a sus perros tal y como vino al mundo.

Tendimos nuestras toallas cerca del mar, donde nos pareció mejor, porque teníamos toda la playa para nosotros. Me tumbé y rápidamente cerré los ojos arropado por el sol. Caí dormido en el mismo paraíso.

Un ligero murmullo cada vez más fuerte me despertó. Abrí los ojos y me encontré con un paisaje asombroso, como si hubiera despertado en otro mundo. En la playa ya no quedaba un hueco libre. Cada centímetro de arena estaba ocupado por toallas y gente joven, divertida, guapa. Había un ambiente festivo que se contagiaba, y no faltaban los mojitos, las caipirinhas, las empanadas argentinas... Tampoco las ventas de vestidos de playa entre bailes sensuales, o los pases de modelo para invitar a acudir a la última discoteca de moda por la noche. El buen rollo era contagioso. Se respiraba una especie de felicidad mojada en mojitos y refrescada en un mar translúcido, perfecto, irreal.

Después de tomar un mojito y dos empanadas argentinas (de atún y jamón y queso), y de mirar con asombro lo que me rodeaba, sin perder detalle de nada, caí dormido de nuevo, con la certeza de que todo había sido un sueño, y cuando despertara la calita seguiría vacía, en un silencio absoluto solo roto por las olas, con el nudista como única compañía cerca de nuestras toallas.

Dormí. Dormí y soñé, calentado por el sol del Mediterráneo. Y cuando desperté, alegre y feliz, miré a mi alrededor y comprobé que todo seguía ahí. La fiesta continuaba y yo estaba en ella. 

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