Atalaya


Mira, ven conmigo hasta allí arriba, donde la atalaya domina el monte. Atravesamos el campo, ya verde y húmedo por las últimas lluvias de abril, hasta acercamos a ese torreón que se levantó hace siglos, en tiempos de la reconquista, y que se reconstruyó hace tan sólo unos años.

Ven, sígueme hasta el pie del torreón, ¿ves cómo se domina el pantano del Atazar desde esta posición? ¿Has visto cómo se ve Somosierra allá a lo lejos? ¿Y aquel pueblo perdido con barquitos de vela en un recodo del embalse? Mira al otro lado, entre esas dos montañas. ¿Lo ves? Allí a lo lejos están las torres de Madrid. Parece mentira, ¿verdad? Cuesta trabajo quitárselas uno de encima. Hay que irse muy lejos para que desaparezcan. Y aquí, por lo que se ve, no estamos tan distanciados.

¿Has visto qué paz se respira desde aquí? Escucha: sólo se oyen los pájaros y el ruido del viento, fantasmal y siempre inquietante, que se pasea por las laderas de esta montaña en la que ahora sólo estamos tú y yo.

¿Qué problemas puedes tener aquí? En este rinconcito de nuestra montaña no existe la crisis, ni la política, ni los ruidos, ni los gritos, ni el dinero, ni las deudas... Sólo existimos nosotros, el campo, la montaña, el pantano y la atalaya. Es la reina del monte. Poderosa. No se escapa nada a su vista ni a su control. Sus rocas llevan siglos plantadas aquí. Siglos... generaciones y más generaciones de visitantes, de guerreros, de buenos y de malos, de familias, de amigos y de amantes que habrán buscado su sombra en verano o su cobijo en invierno. O tan sólo su escondite, en medio de la sierra, aislada del resto del mundo y del bullicio de esa ciudad que aparece allá en el horizonte, lejana, entre brumas.

Acompáñame, vamos a subir. Mira, hay unas barras para entrar. En el interior hay rastro humano, sucio, cómo no, y otra escalera que lleva a la parte alta, y exterior, de nuestra atalaya. Estamos en lo más alto, tú y yo. Lo hemos conseguido: los dos juntos arriba del todo. En nuestra fortaleza. Somos los más poderosos y los más felices, porque el mundo, a nuestros pies, está allí para nosotros. No queremos nada más. ¿No te sientes ahora mismo la persona más afortunada del mundo? Giro sobre mí mismo, 360 grados. Aquí soy libre, feliz. Sin dueño, sin amo, sin jefe. Es mi vida. Nuestra vida levantada y reforzada como este torreón.

Sólo a un necio se le ocurriría destrozar su atalaya. En la que se hizo fuerte. Su fortaleza. En la que fue poderoso. Su pequeña patria. En la que fue feliz. Sólo un necio echaría abajo la torre que le protegió y le hizo grande. Más grande que nunca.

Pero ni tú ni yo somos necios, ¿a que no? Esta torre que pisamos ahora es como nuestra atalaya particular. La que nos hace fuertes, la que nos une y la que nos muestra todos los caminos que tenemos allí abajo para nosotros. Sólo para nosotros. Podemos elegir por dónde empezar. Eso sí, siempre que no perdamos de vista estas rocas, las piedras sobre las que nos hicimos mejores. ¿Te apuntas?

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