Incienso en Madrid



Ya huele a incienso en Madrid. Sigues el rastro del olor a Semana Santa, que es el de la llegada de la primavera, a noche de misterio y pasión. Y a la vuelta de la calle te encuentras con Ella, en la recta final, otra vez de recogida. Miras hacia los lados de la calle, entre el gentío, y esperas encontrar un año más a tu padre, con tus hermanos.

Siempre estaba allí, serio, creyente, respetuoso, cerca de ti. Nunca faltó su sonrisa, sus palabras de ánimo, de felicitación. Esa sonrisa tan suya, tan cercana, que has heredado como se hereda la sangre o el apellido.

Buscas a tu padre con la mirada, porque siempre estaba ahí, junto a Ella, acompañándola hasta el final. A Ella y también a ti. Le gustaba seguir el paso por todo el centro de Madrid, callado, inmerso en sus pensamientos, en sus reflexiones. ¿Qué pensaría? ¿Qué pediría? ¿Qué desearía? Tan concentrado que cuando le hablabas parecía regresar de un mundo lejano, su interior,  y su gesto cambiaba de golpe, de la gravedad a la sonrisa, tan suya, y ahora tan mía también.

Amargura. Es la marcha de Semana Santa que está interpretando la banda. Sonaba por el centro de Madrid, y él disfrutaba, se le notaba. Tú le veías en la distancia, siempre tu referencia, sin saberlo, sin entenderlo. Pero le buscabas casi de manera automática, inconsciente. Como ahora, que acabas de llegar, y miras a tu alrededor esperando verle en cualquier momento, con su paso pausado, silencioso, muy cerca de ti.

Te sorprendes una y otra vez mirando a los que te rodean, creyendo adivinar su cara, su figura, confundida entre las centenares que te rodean. Esperas agarrarte a su seguridad una vez más, sin saberlo, sin admitirlo. Como el marino que busca el faro continuamente para no perderse en medio de la tormenta. Así hacías tú, buscabas siempre la misma luz, como una costumbre, como un acto reflejo.

Le buscas. Pero no le ves. Avanzas a ciegas, ahora más que nunca, sin entender cómo es posible que no esté. Cómo puede ser. Cómo es posible que no aparezca, si notas su presencia, su apoyo, su luz. Si presientes junto a ti esa sonrisa de hombre bueno, íntegro que siempre formará parte de tu padre, de su recuerdo, y que tú, ahora, intentas imitar torpemente, aunque lo único que te sale es una mueca desdibujada, de alguien que está perdido, que no tiene faro y que, simplemente, se deja mecer hasta donde le lleve el oscuro oleaje de una tormenta que parece querer devorarle.

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