Novato en Argel

Casa del Pueblo de Argelia. Argel, 10 de enero de 2013


El camino del aeropuerto al hotel es el primer contacto que tengo en mi vida con Argelia. En la autopista hay un atasco caótico, que los dos microbuses de prensa van sorteando con policía avanzada. A la izquierda, altos edificios de viviendas que no conocen el mantenimiento, con la pintura caída a trozos, y decenas, centenares de antenas parabólicas en los pisos. La ropa de la colada luce en infinidad de terrazas, ajenas a la contaminación de los coches y a la humedad corrosiva que llega del mar. Los conductores esquivan obstáculos en la carretera como si se tratara de un videojuego, con fuertes volantazos, frenazos, acelerones, a una velocidad impropia para el tráfico que hay, y siempre por el arcén. A la derecha, un mar espléndido y la industria del puerto. Ni rastro de zonas de recreo.

Llegamos al complejo del hotel, en la ladera de una colina que mira hacia la bahía. Los microbuses están decidido a dejarnos en la misma recepción, aunque tengan que pasar por estrechos pasadizos de la miniciudad hotelera, y aunque se dejen media carrocería en una curva... Por fin llegamos. Nada más pisar el hotel las maletas pasan por un escáner, lo que produce un atasco inmediato en el hall: la delegación se agolpa en la puerta giratoria, entre gritos de alarma de los que se ven obligados a dar otra vuelta y los que están a punto de quedarse sin brazos. El caos se multiplica cuando vamos todos a la vez a por las llaves de las habitaciones, lo que desborda a los pobres conserjes. Van a ser 48 horas de estancia en Argel. Somos como una manada sin control, que se mueve a la vez, sin demasiado orden, como si fuéramos un solo ser. Así será todo el viaje. Eso sí, una manada con buen ambiente y donde no faltan los prototipos que se dan en cualquier grupo humano de 20 personas.

Una hora y media de avión, poco más de 700 kilómetros en línea recta desde mi casa, y ahora estoy no solo en un país distinto, sino en una cultura que poco o nada tiene que ver con la mía, donde me sorprende hasta el olor de aire, una mezcla de especias y dulce árabe por toda la ciudad. Nadie habla una palabra de español: nada. Los precios en el hotel son abusivos (me recordaba a Cuba, un país en la miseria que dispara los precios a los "pudientes" turistas de una forma descabellada). Por un sandwich con trocitos de pollo y dos minicervezas, que se hicieron esperar media hora, te clavan más de 20 euros. Ahora, si pides en recepción un poco de dentífrico, porque se te olvidó en Madrid y ahí no hay una tienda ni por asomo, te miran con cara de extraterrestre y te contestan con un "no". 

A eso de las ocho de la tarde, sin otra cosa que hacer de momento, decido dar una vuelta e inspeccionar el hotel. La aventura dura poco. El recinto no tiene nada que descubrir. El jardín es una maraña de árboles y arbustos, sin una sola vista a la bahía que, se supone, cae al fondo. No hay tiendas, no hay un bar donde puedas pedir algo de comer pasadas las ocho y en la calle no me decido si ir hacia la derecha, donde solo se ven edificios sin interés, o hacia la izquierda, con más de lo mismo. Sin ningún estímulo, doy media vuelta y regreso a mi habitación para sumergirme en el libro de Paul Auster que ha viajado conmigo y que devoro con ansiedad.

Como tampoco se trata de contar aquí todo el viaje, y menos las horas de trabajo, solo me detengo en la comida de la Casa del Pueblo, donde estaba invitada toda la delegación. Una vez sentados a la mesa, nos colocaron una caja delante de cada comensal. Al abrirla, encontrabas dos recipientes tipo comida de avión: uno con ensalada y otro con pescado frío y patatas. Junto a esos platos, una manzana, una naranja, un dulce de postre, una fanta y agua. Fue mi mejor comida en dos días.

En el aeropuerto, ya de regreso, pasamos hasta cinco controles de seguridad. Aún en la misma puerta del avión, un policía me cachea por segunda vez e inspecciona el contenido de mi maleta de mano, a pesar de que ya había pasado por el escáner dos veces justo antes. 

No pretendo ser injusto con un país del que reconozco que ignoro todo y que sé que tiene una cultura y un interés enormes. Solo plasmo aquí algunas impresiones de un novato, ni más ni menos, que se movió en "manada" durante un par de días. Y que cuando, desde el avión, vio por fin tierra española, casi se le saltan las lágrimas al pensar la suerte que tuvo por nacer y vivir en ese país increíble que se llama España. Y solo estuve 48 horas separado de mi tierra...







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