Entrando en la Casa Blanca

Washington, 12 de enero de 2014

Es domingo por la noche y estoy en el Hotel Adriano de Roma, en Via di Pallacorda. Pero aún tengo parte de mi cabeza en Washington, donde fui hace un par de semanas. Así que, antes de escribir sobre mi primera visita a la capital italiana, tengo que referirme al impacto que me causó la ciudad norteamericana, y en concreto la entrada a la Casa Blanca.


Uno se queda absorto mirando las ventanas de la Casa Blanca, situada apenas a cien metros, quizás esperando ver en cualquier momento a Michelle Obama o a una de sus hijas asomarse por una de ellas. Pero no, lo que ve más bien son unos policías que recorren la azotea armados como francotiradores. Un colega nos hace mirar un edificio cercano: en su tejado hay preparados varios misiles defensivos. O eso dice. O eso creo entender. Bienvenidos a Estados Unidos. Bienvenidos al núcleo del poder mundial.

Unos perros husmean mochilas, bolsas y bolsos que la policía ha dejado en un rincón, antes de dejarnos dar el primer paso en el recinto de la Casa Blanca. En la Embajada de Estados Unidos en Madrid ni siquiera te permiten acceder con una mochila vacía, por mucho que la revisen, la escaneen o la husmeen los perros. Es un no rotundo. No quieren verla ni dentro... ni fuera. Así que si alguien  la lleva debe confiársela al quiosquero más próximo, acostumbrado a ser el guardián de todo tipo de mochilas.

Pero en la Casa Blanca de Washington se conforman con olisquear bien lo que llevas, y cuando están seguros de que no es nada peligroso, puedes meter el pie dentro para pasar por el escáner. Por supuesto, antes tienes que formar parte de una lista perfectamente estudiada y aprobada. Y solo tienes opción si vas en el grupo prefijado, con el pasaporte y visado (160 dólares) bien preparado.

Nos dirigimos hacia el Ala Oeste, donde está situado el Despacho Oval y toda la zona de trabajo de los medios de comunicación. Llama la atención la falta de grandiosidad que hay en todo. La zona de prensa es cutre, salvo el decorado que se ve en todas las televisiones del mundo, y que da una apariencia de solemnidad y poder a través de la pequeña pantalla. Pero la realidad es mucho más prosaica. La tele es la tele, y lo que no se ve es puramente funcional, estrecho, pequeño, incómodo. El mito de Kapuscinski está muy vivo, y si él pudo enviar sus crónicas extraordinarias desde los rincones más remotos del planeta y en las peores circunstancias, pues en la Casa Blanca tampoco es cuestión de quejarse. Así que chitón.

Tenemos dos opciones: esperar en una especie de cocina y zamparnos una ensalada de pollo de las máquinas, o salir fuera, a la entrada misma de la Sala Roosevelt. Nos tiramos al exterior y coincidimos con Sunny, uno de los perros agua de los Obama, que está dando su paseo vespertino. 

Dos filas de militares con las banderas ondeantes de todos los estados de Estados Unidos esperan la llegada del mandatario europeo de turno. Hace una tarde medio soleada y templada, y la puntualidad es imprescindible. El invitado llega después de comer porque no ha sido invitado a compartir mesa y mantel con el mandamás mundial. El coche es un todoterreno negro imponente, que para en la misma puerta. Allí espera la directora adjunta de protocolo.

Algo más de una hora después, nos dirigen a los demás por un estrecho pasillo hasta el Despacho Oval. La entrada impacta porque de repente te encuentras enfrente a Obama con su invitado, ambos sentados ante la chimenea, como si fueran tus propios anfitriones que te estaban esperando.. "Adelante, adelante", parece indicar el presidente de Estados Unidos. Y todos nos colocamos alrededor de los sofás de la estancia. Obama es un tipo elegante, educado, serio, que no habla una palabra de español, ni falta que le hace. Su colega tampoco habla una palabra en inglés, aunque sí que le haga falta. Así que los intérpretes toman buena nota y la mitad del tiempo de la reunión es para ellos solitos. 

Obama deja lugar para alguna broma cuando menos te lo esperas. Un minuto antes se refiere con gravedad a la crisis de Siria, y en un momento cambia de registro para hablar de fútbol y del próximo Mundial de Brasil. Un sonrisa de oreja a oreja acompaña su comentario final. Es un hombre seguro, capaz de cambiar de un tema a otro y que todos le sigan. 

En las mesas no hay cafés, ni tés, ni una cocacola. Tampoco agua. Es una reunión directa al grano, sin circunloquios. Vamos a hablar de esto, de eso y de aquello, para eso estamos aquí. Y nada más. Obama mira con disimulo su reloj una sola vez, cuando el tiempo previsto ya había superado todos los límites. Se estira educadamente el brazo, para que la manga de la chaqueta y de la camisa dejen al descubierto levemente la esfera de su reloj, y entonces echa una mirada rápida, indirecta, sin mover la cabeza, y en seguida vuelve a atender con la vista a su interlocutor.

Cuando lo cree oportuno, Obama pone fin a la charla y todos se ponen de pie a la vez, mientras los agentes de seguridad expulsan a los medios y luego los abroncan por tomar fotos con los móviles. Los anfitriones agasajan a sus invitados con cajitas de caramelos M&M'S, con los colores de la bandera del país, y la firma de Obama en la cubierta. En contrapartida, reciben facsímiles de la Biblioteca Nacional, con un mapa del mundo de hace 500 años, una biografía de Núñez de Balboa y una carta de este al rey Fernando el Católico. Cuando llegaran a casa con sus cajitas de M&M'S descubrirían que les habían enviado, quizás por correo urgente, una copa del primer Tratado de Amistad entre los dos países.

Obama, por cierto, aseguró a su invitado que le encantaría viajar a España antes de que termine su mandato. Eso sí, con su mujer y sus dos hijas, porque por lo visto les encanta nuestro país y no le perdonarían jamás que viniera sin ellas. ¿Hacemos apuestas?


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