La playa de los piratas

Playa de los piratas. Cerca de Moraira, agosto de 2014
Desde la cumbre del sol hasta la Playa de los Piratas (Cala del Moraig) hay un descenso pronunciado de unos 15 minutos caminando a buen paso. Me levanté temprano, para aprovechar el primer fresco de la mañana y evitar la invasión de la masa veraniega, que por definición no madruga y suele llegar en manada a todas partes, siempre ruidosa, a partir de las diez de la mañana.

Ligero de equipaje (con bañador y camiseta sin mangas) emprendí el descenso en solitario con buen ánimo, dispuesto a ver amanecer en un lugar que parece perdido del mundo, y que lo estaría sin duda si ni fuera por esa carretera antinatural que un día alguien decidió construir para que los coches (y la masa bulliciosa) llegara hasta allí. De vez en cuando, la naturaleza impone su ley y cubre el camino asfaltado de rocas y tierra que se desprenden de las paredes partidas del acantilado. El hombre, pobre ingenuo, trata de detener su fuerza con sólidas mallas de acero que retienen miles (¿millones?) de piedras amontonadas en busca de su caída natural. ¿Cuánto durarán esas mallas?

La primera luz del día da un color verde grisáceo al mar Mediterráneo, siempre misterioso, imponente, atractivo, absolutamente mágico. Algo (la gravedad del descenso) me empuja con rapidez hacia la playa de piedras, que nosotros llamamos Playa de los Piratas, porque imaginamos que hace tiempo debía de ser el lugar perfecto para que desembarcaran los ladrones del mar y escalaran por caminos escarpados en busca de las riquezas de estas tierras.

Es una playa cerrada sobre sí misma, escondida entre peligrosas paredes de acantilados, lo que la hace más misteriosa. Una joya escondida en mitad de la costa de Levante. El sol inicia su camino y pinta con sus rayos este mar que se desespereza con olas tranquilas y prolongadas. La espuma cubre con estrépito las piedras de la playa, que crujen cuando el agua se retira para volver unos instantes después, como si fuera imposible una separación definitiva. Es el mismo rito que se repite desde siempre, desde hace miles, millones de años...

Huele a mar. Es un olor fresco, una mezcla de agua, sal y algas que te envuelve y te captura, como si el Mediterráneo se colara en tus pulmones, y en tu alma, en cada bocanada. Aquí todo es paz y serenidad, la que te da el ritmo de la vida, que no se detiene nunca, como el movimiento del mar, continuo, permanente.

Al fondo de la playa se agrupan varias personas, como si buscaran la discreción que les brinda una enorme roca que les separa del resto del mundo. La curiosidad me vence y me acerco para ver qué les ha llevado allí. No necesito avanzar mucho para comprobar que son nudistas, casi todos de avanzada edad, que aprovechan la soledad de estas primeras horas de la mañana para bañarse como Dios les trajo al mundo. Son unas diez personas (casi todo hombres) que miran al recién llegado con curiosidad y algo de precaución, como si esperaran a que me quitara el bañador y me uniera a ellos, algo que no entra en mis planes.

El tiempo pasa apacible, marcado por el ir y venir de las olas, que acarician una y otra vez las mismas piedras. De vez en cuando se acercan hasta donde estoy sentado como para darme los buenos días antes de retirarse con rapidez con la madre mar.

La masa empieza a llegar y los nudistas emprenden la retirada, discretos y silenciosos, y yo con ellos. Las sombrillas, las toallas y los gritos van conquistando la playa en pocos minutos. Decenas de coches van llegando a este rincón del mundo mientras comienzo una escalada que reta las leyes de la gravedad y dejo allí abajo esta Playa de los Piratas a la que siempre volveré.


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