La vaca y yo

En buena compañía, en el pinar de La Barranca, mañana del 26 de agosto de 2014

La subida por el pinar de La Barranca, en Navacerrada, resultaba apaciblemente tranquila. Eran poco más de las diez de la mañana de este martes de agosto y apenas me crucé con un par de personas. Iba sumido en mis pensamientos, caóticos y desordenados, un poco revolucionados por vivencias recientes en la noche madrileña, cuando frené en seco mi subida. A unos diez metros de mí me observaba atentamente una vaca.

Nos miramos con curiosidad. Ella y yo. Sin movernos. Sin hacer un solo gesto. La vaca empezó a mover la cola y yo avancé un paso hacia ella. El animal hizo lo mismo, y se acercó con paso lento. Las vacas no tienen prisa, su concepto del tiempo es muy diferente al nuestro, o al menos al mío. Para avanzar un par de metros se toma sus buenos tres o cuatro minutos. Mueve una pata con lentitud, como si llevara un peso a rastras, y la posa con suavidad en el camino, luego mueve otra con cautela, sin prisa, sin dejar de mirarme.

Ahora mueve la oreja y levanta la cabeza, y yo me acerco un poco más. Parece simpática la vaca, pero no me fío. Tiene dos pequeños cuernos, y a mi memoria vienen las vaquillas de Uceda, que aunque no tienen nada que ver con esta, mucho más gorda, sí disponen de las mismas armas para arremeter en un momento dado.

La vaca desciende con lentitud infinita. Un día en su vida debe de ser como un mes para mí. Todo es lento en su movimiento, en sus gestos, en su mirada. Lo único que parece tener más energía es su cola, que no deja de moverse con alegría según me acerco a ella.

Como no sé muy bien qué hacer frente a su mirada escrutadora, saludo a la vaca: "Hola, vaca". Como es lógico, no me responde. Pero sigue ahí, quieta, expectante, en mitad de mi camino (como yo del suyo). Hay paz en su mirada, en su actitud. Y desde luego no me ve como un peligro. No asusto ni a una vaca, aunque hago algún movimiento con los brazos para que se aparte de mi paso.

La vaca observa los extraños gestos que hago para tratar de dirigirla a los pinos. Pero no se mueve. Solo me mira. Así nos pasamos un buen rato. La vaca y yo. Quién será más raro de los dos. Si la vaca pudiera escribir me gustaría saber qué piensa de mí, de ese ser de dos patas que una buena mañana de agosto ha aparecido en mitad de su paseo y no quiere quitarse de ahí.

Por aburrimiento, o por hambre, el animal acaba subiéndose a la ladera de la montaña y empieza a mordisquear algo entre los helechos, ajeno por completo a lo que pueda hacer yo, que no dejo de mirar absorto a la vaca, tan tranquila, tan pacífica y tan bovinamente feliz.

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