Sonidos de la montaña

La Barranca, 26 de agosto de 2014
A poco más de media hora de Madrid, hay otro mundo. Un martes de agosto subí al coche y me dirigí a la sierra de Navacerrada, en concreto a La Barranca. Fui relativamente pronto, a las nueve de la mañana, y ya estaban ahí los más madrugadores. La montaña te desconecta de la ciudad en pocos minutos y te hace ver, desde las alturas, con mucha distancia, escepticismo y tranquilidad, los problemas que se concentran allá abajo, en esa masa grisácea que se ve en el horizonte, con las cuatro torres como gendarmes.

La subida por el pinar de la Barranca es tranquila, apenas me cruzo con algún ciclista y varios excursionistas de vacaciones como yo. Se nota el silencio, o mejor dicho, la ausencia de ruidos, porque a poco que se preste atención la montaña está repleta de sonidos propios, vivos y a veces muy fuertes.

Al principio solo son las pisadas las que irrumpen en la paz de la sierra. Pasos constantes sobre el camino de piedra y arena, siempre hacia arriba, sin pausa, que resuenan, en la soledad de la montaña, como el avance de un ejército. Me detengo unos segundos y escucho: se ha hecho el silencio. Y entonces lo oigo todo: el silbido de los pinos, la fuerza del viento entre los árboles, los movimientos en la maleza y entre los helechos, el diálogo que mantienen decenas (¿centenares o miles?) de pájaros a mi alrededor, los pasos relajados de una vaca que se cruza en el camino, y que me mira con curiosidad y sin ninguna prisa, el arroyo que cae por la ladera y que en esta época del año está casi seco, pero que mantiene su alegría, la fuente que no para nunca de verter ese chorro de agua helada y pura que cae sobre el pilón, la campanita que los excursionistas tocan sin excepción cuando alcanzan ese punto...

En medio de esta bucólica paz se oyen hasta mis pensamientos, que salen de mi cabeza y se pierden entre los árboles para quedarse ahí, mecidos por este viento fuerte que sacude en rachas los enormes pinos de la montaña. Me libero de ellos y me siento para escuchar y mirar el pequeño universo de la sierra madrileña, y observar allí a unos kilómetros, tan cerca y ahora tan lejos de mí, el caótico mundo de la ciudad y de nuestra vida diaria.


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