A 19.000 kilómetros de distancia

Templo de los Lamas, con una rueda de oración a la derecha. Pekín, 28 de septiembre de 2014
"Frecuentemente los escritores no saben qué es lo que están escribiendo hasta que lo escriben"

Gay Talese, en "Vida de un escritor"
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Una tarde de domingo digamos que diferente acabé en el Templo de los Lamas en Pekín. Era el típico día gris, pesado, contaminado de la capital china y a la espera de ir al aeropuerto para regresar esa misma noche a Europa nos acercamos en taxi a una bulliciosa calle donde estaba la entrada de este templo, a 9.232 kilómetros de mi casa... y a 19.176 kilómetros de mi pensamiento. (Mira aquí más sobre el viaje a Pekín)


El Templo de los Lamas o Yonghegong es el templo budista tibetano más importante que existe fuera del Tibet, y uno de los centros religiosos más populares dentro de Pekín. Fue construido durante el siglo XVII como palacio del príncipe Yongzhen, y ya en 1744 se transformó en monasterio para monjes lamas. 

Llama la atención la afluencia de fieles que acuden al templo este domingo por la tarde, muchos de ellos jóvenes. Utilizan los enormes quemaderos de incienso que hay entre los edificios y colocan miles de varillas, con un olor que inunda todo el recinto, hasta llegar a marear a algún occidental poco acostumbrado.

En cada pabellón hay un buda, o varios, de diferentes tamaños y colores, con una especie de altar a sus pies, donde los fieles colocan frutas y otros objetos, flores o viandas, que se van recogiendo después en un carrito. Los devotos se arrodillan ante el buda y se inclinan hasta tocar el suelo con la frente tres veces. Impresiona especialmente la mayor de las edificaciones, que acoge una estatua espectacular de Maitreya, el buda futuro, hecha en una única pieza de madera con una altura de 18 metros y con una sonrisa sardónica que te deja sin habla. En medio del humo y el olor a incienso, a mí me da más miedo que otra cosa esa figura gigante y regordeta con mirada guasona que parece a punto de desplomarse sobre ti.

En el Templo de los Lamas sorprende todo: la devoción de los fieles, los ritos que llevan a cabo, la profusión de budas en todos los pabellones, el canto grave de los lamas con un ritmo persistente, cadencioso, monótono y pegadizo en la oscuridad de uno de los edificios, el ir y venir de los monjes en el exterior entre los visitantes y los devotos, el humo y esa extraña rueda de oración que deben girar siempre en el sentido de las agujas del reloj, situada a la entrada de cada edificación.

Le doy varias vueltas a la rueda de oración, y veo en mi móvil un mensaje enviado desde las antípodas de este país del Lejano Oriente. Aquí, a más de 19.000 kilómetros de distancia, siento como si me desplazara en un segundo hasta la otra punta del planeta a través de otra dimensión. Una dimensión en la que no hay distancias que valgan, ni continentes, desiertos y océanos que separen nada, una dimensión donde es posible sentir como si estuvieras, ahora mismo, aquí a mi lado junto a esta rueda de oración que gira con fuerza y avanza siempre en el sentido de las agujas del reloj.

(Quizás te interese también: Cinco días en Pekín)


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