La mujer que lloraba en el Metro

Puerta del Sol, diciembre de 2013

Me dirigía al centro de Madrid en el Metro, en una noche de octubre con el horario de invierno recién estrenado. Era domingo y el vagón estaba medio lleno de personas silenciosas y tranquilas, con el lunes proyectado ya en sus caras. En una de las paradas entró una mujer que empujaba un carrito de bebé, acompañada de otro niño de unos nueve o diez años. Parecían peruanos, ella cansada, el niño mayor aburrido y el más pequeño, posiblemente dormido, porque ni se le veía ni se le oía.

Me fijé en aquella mujer entrada en carnes que debía de ser aún joven, aunque ya no lo pareciera. Se apoyaba en el cochecito como si le dolieran los pies, o quizás el alma. Más bien parecía que no se tenía en pie, y en cuanto vio un asiento libre, justo en frente de mí, fue hasta él con rapidez y se sentó con gesto de agotamiento. Entonces vi su mirada perdida. 

Estaba triste. Era una tristeza profunda, demasiado fuerte para esta pequeña mujer, que se agarraba con una mano a la barra mientras apoyaba la cabeza en ella y dejaba perdidos sus ojos en el infinito, inmersa en sus propios pensamientos negros y seguramente dolorosos.

Sus ojos se humedecieron, mientras movía la cabeza ligeramente en un gesto de negación: "No puedo más, no puedo más...", musitaba. Una lágrima le cayó por la cara, mientras repetía casi sin escucharse a sí misma: "No puedo, no puedo..." Y se secó las lágrimas con sus manos.

Quise levantarme y abrazarla. Preguntarle si estaba bien, si necesitaba ayuda. Habría querido conocer su historia, qué había detrás de esas lágrimas, de ese dolor, de esa soledad, de ese cansancio... Pero solo la miré y vi en ella el sufrimiento, el suyo y el de muchísima gente que lo está pasando mal, para quienes cada día de crisis es una lucha por sobrevivir, por salvar a sus hijos, y luego a ellos mismos, por intentar llegar a la mañana siguiente con fuerza suficiente para pelear otra jornada, a veces, como en el caso de esta mujer y sus hijos, a miles de kilómetros de su hogar, de su familia, de sus amigos. 

Y por eso son más dolorosos, más frustrantes y más indignantes los casos de corrupción que se están conociendo en España, esos mangantes que se han aprovechado de sus puestos públicos para enriquecerse, mientras muchas personas, como la mujer del Metro, lloran en soledad porque sencillamente no pueden con su vida y no aguantan más.

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