Beso en la noche



Te miré y me miraste. Con esos ojos en los que cabe el mundo entero. La vida, mi vida, reflejada en ellos. Es mirarte y zambullirme en otro universo donde solo estamos los dos, tú y yo. Nadie más. Te miro, me miras y ya solo existes tú. Tú y yo. Ajenos a lo que nos rodea, a las ruidosas personas que pasean a estas horas de la noche en nuestro parque antes de que echen el cierre.

Tu beso es dulce como la nata. El tiempo se ha parado a nuestro alrededor, como si nos hubiéramos bajado de un tren en marcha y dijéramos adiós a la máquina enloquecida que se aleja a toda velocidad. La noche se nos ha detenido en este beso largo, infinito, sin principio ni final. Un beso que da sentido a la vida y que te hace olvidar hasta tu nombre.

Embrujados por una noche de verano sin luna, pero repleta de estrellas, descansamos a la sombra nocturna de unos olivos, sobre la hierba húmeda. Tumbado en la ladera busco en el cielo estrellado la osa mayor y el carro, como he hecho todas las noches de mi vida cuando he paseado por el campo o me he sentado mirando el universo que se extiende allá arriba ante mí, con límites inabarcables para mi inteligencia, lo que siempre, siempre me turba y me desconcierta.

Ahora, muy cerca de ti, tendido en el suelo boca arriba, miro también al infinito de estrellas e intento imaginar qué habrá más allá, qué vida existirá que ni siquiera puedo imaginar, hasta dónde llegará ese espacio. Y en ese instante de turbación, cuando siento lo pequeño que soy, la partícula enana e insignificante que represento en el mundo, en ese momento apoyas tu cabeza sobre mi pecho y me abrazas. Siento tu calor y acaricio tu pelo, tu cara, tus ojos, tu boca. Y entonces pienso que seré una partícula microscópica, sí. Pero ahora mismo soy la partícula más feliz del universo. Junto a ti, siempre junto a ti.

Un bosón diminuto que te mira, te roza suavemente y se hace grande. Te besa en esta noche de julio y se transforma en una estrella, con luz propia, del firmamento.

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