Noche de vuvuzelas



El Metro es una fiesta. En cada estación suben decenas de jóvenes con la camiseta de España, envueltos en la bandera nacional, algunos con vuvuzelas que hacen sonar hasta la asfixia. Los pasajeros que solo vuelven a casa, o que descansan en el asiento con cara de cansancio, miran con curiosidad, o con temor, a los aficionados que, por una extraña conexión de espíritus, se han puesto a saltar todos a la vez mientras golpean con sus manos el techo de los vagones. Son materiales resistentes, por lo que se ve.

"¡Yo soy español, español, español...!", claman. O también algo más clásico como: "¡Un bote, dos botes, italiano el que no bote!" Y todos se ponen a botar en el tembloroso vagón. Los italianos, convertidos en circunstancial enemigo, por enfrentarse a España en la final de la Eurocopa, y resultar derrotados por un sonrojante 4-0. En Madrid, ni en España, nadie odia a los italianos. Suena absurdo. Pero esta noche de explosión patriótico-futbolística son algo así como el contrapunto de la victoria y la felicidad, el adversario objeto de escarnio y humillación. Cuando hay un héroe siempre debe haber un villano. Y esta vez les ha tocado a los italianos. Los pobres...

En el vagón huele a porro, cerveza y sudor. El trayecto hasta el centro se hace interminable. Las banderas de España debían estar muy escondidas en las casas, o en las tiendas, y de pronto han surgido como champiñones. Están por todas partes y se exhiben sin complejo. Sé de alguien que debe de tener urticaria a estas horas. Rasca, rasca...

Por fin llega la estación de Sevilla. El grueso de los aficionados se ha bajado en Banco de España, la estación más cercana a la diosa Cibeles. En Madrid, cuando hay que protestar o indignarse por algo, la gente acude a la Puerta del Sol, sin necesidad de ser convocada. Pero cuando hay que celebrar una victoria deportiva (lo único que celebramos juntos en este país), las riadas humanas se dirigen hacia la Plaza de Cibeles desde todos los puntos de la ciudad. Centenares de personas bajan por la calle de Alcalá, desde la Plaza de la Independencia y desde la Gran Vía, y se aproximan por el Paseo de Recoletos y el Paseo del Prado, para concentrarse en torno a la fuente y hacer más fuerte el grito de alegría.

En la Gran Vía, con el tráfico cortado, confluyen la fiesta por el éxito de España en la Eurocopa y la fiesta del Orgullo Gay. Un joven vestido de rojigualda grita fuera de sí "¡campeones, campeones!" mientras una pareja de hombres se besa apasionadamente a su lado y otro rompe del todo la noche con su vuvuzela. En los balcones se abrazan las banderas de España y las del arco iris. Madrid es más Madrid que nunca.

Es la una de la madrugada y no queda dinero en la mayoría de los cajeros. ¿Quién dijo crisis? A lo lejos  se ve uno que debe de funcionar, porque unas doce personas hacen cola ante él. Decenas de personas se agolpan en las puertas de los bares abarrotados para poder entrar en cuanto se produzca alguna salida. Siempre es bueno tener contactos, y si es el relaciones públicas de tu bar favorito, mejor.

En el interior se vive la misma fiesta que en la calle: banderas de España, camisetas de la selección y trompetas que siguen el ritmo de las canciones que el DJ elige para la ocasión. Cuando pincha la de "África", del Mundial de Sudafrica, el bar enloquece del todo. No es día para tomar una copa tranquilamente después de un día de trabajo.

A las tres de la mañana el ambiente callejero ha degenerado, como el aspecto que presenta un estadio después de un concierto de masas, las calles rebosan de basura, vasos de plástico y botellas, y huelen a orines. Todavía quedan grupitos que exhiben su alborozo, rayano ya en una borrachera pura y dura. Tres personas se besan en la boca al mismo tiempo mientras sus manos parecen buscar algo con desesperación. A la vuelta de la esquina, un aguilucho desentona la fiesta. Tres estirados saludan con el brazo en alto a alguien que pasa por su lado: "¡Arriba España!". A su alrededor hay indiferencia absoluta por una escena fuera de tiempo y lugar.

La fuente de la Cibeles es un fortín. Imposible acceder a ella. Pero centenares de personas permanecen a su alrededor. Hay quien le lanza besos de agradecimiento. Otros se fotografían con ella al fondo. Y los más bailan, cantan y beben. Los que tienen más visión comercial se ponen las botas vendiendo bocatas de chistorra recién hechos en hornillos caseros plantados frente al Banco de España. Al fondo se escucha el estruendo de otra vuvuzela, que parece llamar desde el kilómetro cetro a toda España a una celebración sin fin, como un grito de desahogo y hartazgo en medio del desierto, aunque aún no se vea su fin.









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