Río seco


Un día de verano, el río se secó. Fue un año especialmente duro por la sequía, y el agua se agotó. Como si una noche dejara de haber estrellas en el cielo. Esa fue la sensación. Ver un cauce de polvo y piedras te producía un ahogo inmediato, como si contuvieras la respiración y permanecieras así eternamente, sin reaccionar.

Todo perdía su sentido alrededor de ese camino sediento por el que siempre corría el agua sin demasiada prisa. El puente que cruza el río ahora seco desentona como un antiguo guerrero fuera del campo de batalla, mucho después de haber acabado la guerra. Se siente perdido, confundido, buscando otra vez su lugar en el mundo.

La mirada expectante que siempre, siempre busca la corriente cuando cruza el río se transforma en decepción y sorpresa en una décima de segundo en cuanto comprueba con estupor que no queda ni gota de agua. Como el niño que entra en una pastelería y descubre que está vacía, o que los pasteles han sido sustituidos por verduras.

Las piedras han reemplazado a los peces. No quedan ni las raspas. Nada. Ni rastro de vida o de muerte. Solo tierra, polvo y piedras que quizás durante siglos nunca vieron directamente la luz del sol, siempre en el fondo de un río que fue a menos en las últimas décadas hasta consumirse por completo, como aquella marquesa que vivió tiempos de gloria y poco a poco fue decayendo hasta abandonarse por completo y ser solo una mala caricatura de su pasado esplendor.

El aire está más seco alrededor de este río que bañó tantos pueblos y tantas huertas, y donde los niños, y no tan niños, tantas veces se dieron un chapuzón en verano, cuando las piscinas solo eran para los ricos o para los pueblos más grandes.

Falta oxígeno cuando te acercas al río seco, como cuando entras en un coche que ha estado horas a pleno sol en la calle en el agosto madrileño. Si el mar desapareciera de repente en la costa mediterránea la sensación no sería diferente. Estupefacción, dolor y temor ante lo nunca visto ni comprendido.

Caminar por el cauce seco es como pisar las ruinas de un antiguo palacio. Imaginas lo que un día se levantó ahí, la vida que cobijó y el contraste con sus ruinas te deja sin habla. No queda ni un charco como testigo de lo que un día, nada lejano, fue aquel río. Miras hacia atrás y todavía confías en ver una pequeña riada que se va acercando con lentitud y vuelve a llenar de vida este espacio casi lunar o marciano. Pero no hay nada. Todo está seco.

Hoy me vino a la mente esta imagen del río seco, seis veranos después, cuando la corriente vuelve a fluir por el cauce del Jarama a la altura de Uceda, extenuada y débil en esta estación, sí, pero sin dejar de correr ni un segundo, siempre hacia delante, sin detenerse, como esta vida que no tiene pausa y que no deja de avanzar ni por un momento. Hoy la corriente es débil, pero mañana volverá a crecer, sin pausa, sin prisa.





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