El oscuro ritual de luna llena


El verano llegaba a su fin, al menos en el calendario. Fuimos a dar una vuelta por el campo y la montaña, para despedirnos en manga corta del calor, ahora que todavía se podía. Era una mañana de septiembre soleada, sin viento y sin excesivo calor, unos 30 grados al mediodía. Nos adentramos por un camino cercano a la carretera, repleto de restos de ramas y troncos cortados en el suelo. Olía a pino y a tierra reseca, asfixiada por la interminable sequía. 

El camino, en sombra por el bosque que rugía con el viento, avanzaba hacia el interior de la montaña. Era un sendero bien marcado, pero cubierto por miles de ramitas y trozos de madera abandonados a su suerte. Las hormigas correteaban en fila, en perfecta formación. Y nosotros, aunque solo éramos dos, también.

Así anduvimos hasta que, pasados unos 20 minutos, el bosque clareó y se hizo la luz brillante del sol. El cielo se dejó ver en todo su esplendor veraniego. El camino continuaba, aunque más abierto. Así que seguimos hacia delante.

Una pequeña torre de piedras en el suelo parecía vigilar la entrada a una gran explanada, como un atalaya en medio de la montaña pelada. Observamos el construcción, que solo podía ser humana, e intentamos descifrar su significado. Un poco más allá, aparecía más piedras apiladas, en perfecto equilibrio. La curiosidad nos empujó hacia esa segunda torre.

Las dos construcciones, puestas en línea, indicaban una dirección, y allí nos dirigimos. Unos metros para allá encontramos decenas de torres de cinco o seis piedras, colocadas unas encimas de otras. Nos quedamos estupefactos. Aquello parecía algo más que un juego de un grupo de chiquillos. El lugar estaba dominado por una gran roca saliente, y un árbol en la parte más alta.

Nos miramos extrañados y nuestra imaginación se disparó. Llevados por un espíritu incauto de aventura, decidimos volver esa misma noche, que habría luna llena. 

Regresamos a casa inquietos, mientras discutíamos lo que podían significar las piedras colocadas en orden, unas encima de otras, todas en pie, sin caerse. No había una sola torre destruida. 

Cuando la noche venció al cansino crepúsculo veraniego, teníamos todo preparado para la expedición: una linterna con pilas cargadas, pantalones largos para protegernos ante posibles picaduras o arañazos, y dos palos, para lo que pudiera pasar.

De esa guisa subimos al coche y nos dirigimos al misterioso lugar. Era una noche de luz de plata, con la luna llena en todo su esplendor. En la carretera nos cruzamos con un corzo, que aprovechaba la noche para ir a beber al río. 

Al fin llegamos al mismo punto donde dejamos el coche unas horas antes. Había un silencio inquietante, solo roto por los árboles  y el viento. Cogimos la linterna y los palos y nos encaminamos hacia el misterioso escenario de las piedras. Acababan de dar las doce de la noche.

Nuestras pisadas sobre las ramas secas hacían un ruido ensordecedor a esas horas, en medio del silencio de la noche, y frenamos nuestros pasos. Nada hacía presagiar lo que estábamos a punto de encontrarnos solo unos metros más allá.

Vimos la primera torreta de piedras, buscamos la segunda y seguimos su dirección. Entonces nos paramos en seco. No había luces, ni siquiera velas. Todo estaba oscuro, pero la luz de luna hacía resplandecer el claro en medio del monte, y todo lo que había allí.

Una docena de personas, cubiertas con túnicas negras, daban vueltas alrededor de las montañas de piedras en absoluto silencio. Cada cierto tiempo, se paraban y miraban a lo alto, donde estaba situado el árbol, sobre la gran roca. Allí había otra persona ataviada de la misma forma, con los brazos en alto, y un bastón en su mano izquierda. Parecía concentrada mientras miraba al cielo estrellado.

Nos quedamos extasiados, sin habla. Así permanecimos sin saber cuánto tiempo, hasta que el que parecía ser el líder bajó la mirada y pareció vernos. Clavó su mirada en nosotros, una mirada tan negra como su túnica, que nos traspasó como un rayo láser. Con gestos lentos, bajó los brazos y nos apuntó directamente, lo que llamó la atención de todos sus súbditos.

Fue como salir de un encantamiento. Dimos unos pasos hacia atrás y tropezamos los dos al mismo tiempo. Caímos sobre una de las torres de piedras, que se derrumbó con estrépito. Nos levantamos con torpeza y salimos corriendo, sin la linterna, que había salido volando en nuestra caída. El brillo de la luna no impidió que tropezásemos otra vez, que rodáramos por el suelo y nos llenásemos de magulladuras y heridas. Así llegamos por fin hasta el coche. Como en las películas, costó arrancarlo, pero al fin se encendió el motor y salimos volando.

No volvimos al día siguiente, pero sí una semana después, a plena luz del día, y acompañados de tres personas más. Como esperábamos, no quedaba una sola piedra en pie. Ni rastro de lo que habíamos visto aquella noche. Nuestros amigos nos miraron como si les estuviéramos vacilando y todo se tratara de una broma con cámara oculta. Aguantamos sus bromas con resignación y ya cuando nos íbamos vimos en el suelo la prueba de que aquello no había sido un sueño. La linterna, medio rota por el golpe, reposaba junto a unas piedras.






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