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Mostrando entradas de octubre, 2013

Un mojito en el Canal de Panamá

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Canal de Panamá. Esclusas de Miraflores, atardecer del 17 de octubre de 2013 Estar en Panamá y no ver su Canal es como si vas a París y no te acercas a la Torre Eiffel o visitas Madrid y no llegas hasta la Puerta del Sol. Con una diferencia: el Canal no es solo un símbolo, como lo puedan ser la Torre Eiffel o la Puerta del Sol, o una seña de identidad de la ciudad y el país, es también, y sobre todo, una obra descomunal, grandiosa, espectacular. Una construcción histórica que permite dividir América en dos y atravesarla por el Centro, lo que no estaba previsto por la naturaleza. Llegamos a las esclusas de Miraflores cuando languidecía la tarde del 17 de octubre, sin muchas esperanzas de ver algo, ya que caía la luz con rapidez y en realidad íbamos a asistir a un acto oficial en el teatro anexo, con el tiempo más bien justo. Pero hubo suerte y nada más llegar pudimos subir hasta el mirador, cuando todavía había luz suficiente para ver con claridad las dos vías del canal y un edif

Turbulencias sobre el Atlántico

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Panamá, Playa Bonita. Amanecer del 17 de octubre de 2013 En este momento estoy sobre el Océano Atlántico, rumbo a Panamá. Es la tercera vez este año que cruzo el charco. Son más de diez horas de vuelo, no demasiadas si se tiene un buen libro entre manos. Yo lo tengo: "Tu rostro mañana", de Javier Marías. Es verdad que el iPad tambien ayuda, y mucho. En realidad ya somos inseparables. No sin mi iPad... Hay turbulencias una y otra vez y nos piden que nos quedemos en nuestros asientos con los cinturones de seguridad abrochados. No será para tanto... Pero obedezco y mi cabeza se pone a funcionar... Aparecen otro tipo de turbulencias, y estas sí que son para abrocharse bien el cinturón. Hojeo una revista de viajes, de casas rurales, y me veo en una de ellas, un otoño no tan lejano, feliz, en nuestro pequeño mundo compartido para siempre jamás. Un pueblo perdido en el centro de España, en un frío invierno, después de una consistente cena castellana y una vuelta por calles

De Tokio a Malasaña

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Barrio de Shibuya, en Tokio, 2 de octubre de 2013 Entre Tokio y Madrid hay 10.774,05 kilómetros (distancia en avión). Nunca antes estuve tan lejos de casa. Ni siquiera cuando viajé a Santiago de Chile (10.705,68 kilómetros), ni mucho menos cuando fui a Los Ángeles (9.373,36 kilómetros) ni cuando visité Shangai (10.266,70 kilómetros). Mis ojos quisieron comerse la capital japonesa entera. Cada rincón, cada calle, cada esquina, cada comercio, cada casa, cada edificio... Lo miraban todo con el ansia del que explora algo nuevo y atractivo, desconocido y seductor. El caos de Tokio te atrapa y te obnubila. Es un aparente desorden lleno de sentido y organización. La ciudad es un ser vivo en el que los edificios, los distintos niveles de autopistas y las personas se complementan y forman un todo orgánico perfecto. De vuelta a casa, a mi Madrid, en cuanto tengo un rato libre me voy al centro, y en concreto, en esta ocasión, a Malasaña. Es un pueblo al lado del

El espíritu de la ola

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Estación de Fukushima, octubre de 2013 Fukushima. El nombre sigue causando escalofríos dos años y medio después del terremoto y posterior tsunami que causaron el mayor desastre nuclear de la historia detrás de Chernóbil. Fukushima es la capital de la Prefectura japonesa del mismo nombre, y está situada a 60 kilómetros de la central nuclear transformada en un foco de muerte invisible y voraz, y a 30 kilómetros del cinturón de exclusión que impusieron las autoridades niponas, tras ampliar el círculo en varias ocasiones por el avance de la radiación. El tren bala te lleva desde Tokio hasta la estación de Fukushima en una hora y media, con varias paradas intermedias. Apenas se apea un puñado de personas en una estación semivacía, fantasmal, donde brillan los rótulos electrónicos en medio de la soledad de los pasillos.  Fukushima es una ciudad de unos 280.000 habitantes, probablemente sin más alternativa en sus vidas que residir en uno de los últimos lugares "malditos" de

Un día en el cielo

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Llegando a Madrid desde Frankfurt, atardecer del 4 de octubre de 2013 A las cinco de la mañana suena el despertador en un hotel de Tokio. La noche había sido corta (apenas tres horas de sueño) tras cenar en uno de los restaurantes típicos de la capital japonesa. La ciudad vibra de noche y de día, y cada calle, cada esquina, cada local abierto se te presenta como un nuevo mundo que quieres descubrir. Imposible abarcar esta jungla en tres días de trabajo, y ni siquiera en tres semanas.  Con puntualidad nipona (rigurosa, educada, amable), llaman a la puerta para traer un café y unos cruasanes (horrible traducción de la palabra francesa, lo sé, pero está admitida por la Real Academia). A las seis, un autobús nos lleva al aeropuerto de Narita, a una hora de la capital. Tokio es una ciudad inacabable y se confunde con sus vecinas sin pausa. Tan desordenada como viva, es sencillamente espectacular en todos los sentidos, pero sobre todo a ras de suelo. Tiene rascacielos, pero no neces

Una ráfaga en la noche

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Vista de la capital de Kazajistán, desde el Palacio Presidencial El viaje hasta Astaná es cansado, y la recompensa no es muy agradable. Llegas a una ciudad heladora, solitaria, desapacible, extraña, fantasmal... Es sábado por la noche y solo te rodean edificios ultramodernos, con luces tipo Las Vegas (con 40 o 45 grados menos de temperatura) que tratan de animar y atraer ¿a quién? ¿y para qué? En la calle, vacía, silenciosa, pensamos dónde podemos ir a cenar, mientras escrutamos los posibles restaurantes abiertos a eso de las 12 de la noche en una ciudad de Asia central.  Mientras debatimos qué hacer y hacia dónde ir, una ráfaga de viento me atraviesa y me devuelve por unos segundos a un pasado ya no tan reciente. Es una transformación casi cósmica, que me deja sin habla durante unos instantes, mientras viajo en el tiempo y me veo a mí mismo hace diez años en un restaurante cálido de otra ciudad extraña. Estoy rodeado de buenos amigos y colegas, sonriente, feliz, sabiéndome qu