El espíritu de la ola

Estación de Fukushima, octubre de 2013
Fukushima. El nombre sigue causando escalofríos dos años y medio después del terremoto y posterior tsunami que causaron el mayor desastre nuclear de la historia detrás de Chernóbil. Fukushima es la capital de la Prefectura japonesa del mismo nombre, y está situada a 60 kilómetros de la central nuclear transformada en un foco de muerte invisible y voraz, y a 30 kilómetros del cinturón de exclusión que impusieron las autoridades niponas, tras ampliar el círculo en varias ocasiones por el avance de la radiación.

El tren bala te lleva desde Tokio hasta la estación de Fukushima en una hora y media, con varias paradas intermedias. Apenas se apea un puñado de personas en una estación semivacía, fantasmal, donde brillan los rótulos electrónicos en medio de la soledad de los pasillos. 

Fukushima es una ciudad de unos 280.000 habitantes, probablemente sin más alternativa en sus vidas que residir en uno de los últimos lugares "malditos" del planeta. Es día laboral y las calles de la ciudad están tan vacías como su estación. El silencio solo se rompe por el poco tráfico que hay. No se ven personas por las aceras, ni en las puertas de sus casas, ni en los comercios. Pero haberlas, tiene que haberlas. Porque Fukushima no es una ciudad muerta, vacía, aunque la vida de la región (Tohoku), golpeada sin piedad por la naturaleza en aquel fatídico marzo de 2011, sigue amenazada por ese enemigo invisible, implacable, sigiloso que se llama radiación nuclear. Pero también por el recuerdo universal y cruel. La gran ola pasó, arrasó y destruyó, pero su espíritu ha quedado en la región para siempre.

Los que viven en este país dicen que el desastre nuclear de Fukushima es un tema tabú para los japoneses. No hablan de ello, es un asunto que no existe en sus conversaciones, se dedican a reconstruir lo perdido y a mirar, siempre, hacia delante, dejando atrás cuanto antes una pesadilla que no quieren recordar nunca más. Son conscientes de que fuera de sus fronteras Fukushima ha quedado estigmatizada, y como pueblo inteligente que son supieron utilizar esa baza a la hora de optar a los Juegos Olímpicos de 2020: nada de ocultar el problema, lo expusieron con victimismo desde el primer momento, y se apuntaron un tanto quizás decisivo.

La llegada a Fukushima coincide con una inquietante noticia de ese mismo día: "Detectan una nueva fuga en tanques de agua radiactiva". Sin vuelta atrás, lo mejor es aplazar el pensamiento hasta unas horas después, cuando quede a la espalda esta ciudad que dentro del horror que ha vivido merece una solidaridad natural, inmediata, en cuanto pisas sus calles.

Un cielo encapotado recibe al puñado de visitantes occidentales que llegan como un vendaval entre prisas, carreras y cierta excitación, y que deben de ser los primeros desde aquel Día D. Sopla un viento que lejos de agradecerse aumenta el estado de alarma involuntaria que se ha instalado en tu cuerpo, como si presintiera un peligro que tú no ves, pero que él puede sentirlo, acechante, invisible, cercano.

Los japoneses, exquisitos en su educación, tienen el buen gusto de no ofrecerte ni agua en el rato que estás en la ciudad. "El temor es infundado en Fukushima", dice alguien. Y tú miras alrededor, más con el pensamiento que con la vista, y piensas en las decenas de miles de personas que han muerto en la región, en las fugas de la central, en ese enemigo que no se ve pero que se expande en silencio, sin un solo ruido, para cubrirlo todo con una capa de muerte y destrucción. 

Un enemigo creado por el ser humano, controlado con las mayores medidas de seguridad, hasta que un día la Madre Tierra se cansa y demuestra quién manda aquí. Entonces no hay seguridad que valga y lo único que se puede hacer es... huir, correr y aprender la lección. ¿A quién se le ocurriría construir una central nuclear en una zona de grandes terremotos y tsunamis?

Apenas piso Fukushima algo menos de dos horas. Vi a los "héroes de Fukushima", dignos, con esa seriedad y serenidad que da haberse enfrentado cuerpo a cuerpo con un enemigo demasiado grande, demasiado inhumano y haber sobrevivido para contarlo. Busqué miradas en la calle, pero no encontré ninguna. Solo pude observar la ciudad, sus edificios, sus casas, sus comercios... y vi una ciudad triste, silenciosa, que pese a su desgracia se mantiene en pie con dignidad y trata de dejar atrás una página de la historia que, me temo, pesará siempre sobre ella, con su nombre inscrito en la lista de ciudades malditas del planeta.


Aspecto del interior de la estación de Fukushima
"El instante no espera a nadie, es irreparable, no lo puedes prolongar (...) El 11 de marzo de 2011, las costas de Tohoku se hundieron por efecto que de un terremoto producido en la Fosa de Japón, liberó una gran energía, 680 veces superior a la de la bomba de Hiroshima. Miles de muertos, heridos, desaparecidos y desarraigados fueron sus víctimas. Miyako, Yamada, Otsuchi, Kamaishi, Ofunato, Rikuzentakata, Ishinomaki, Minamisoma y Fukushima hablan de lo efímero. Lo efímero no es el instante, es una cualidad del tiempo, su vibración sensible. Lo efímero es aceptar lo fluyente y lo flotante, el espíritu de la ola".

(Un cartel en la exposición "Flores de invierno", de J. M. Sicilia, en Fukushima)

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