Una ráfaga en la noche

Vista de la capital de Kazajistán, desde el Palacio Presidencial
El viaje hasta Astaná es cansado, y la recompensa no es muy agradable. Llegas a una ciudad heladora, solitaria, desapacible, extraña, fantasmal... Es sábado por la noche y solo te rodean edificios ultramodernos, con luces tipo Las Vegas (con 40 o 45 grados menos de temperatura) que tratan de animar y atraer ¿a quién? ¿y para qué?

En la calle, vacía, silenciosa, pensamos dónde podemos ir a cenar, mientras escrutamos los posibles restaurantes abiertos a eso de las 12 de la noche en una ciudad de Asia central. 

Mientras debatimos qué hacer y hacia dónde ir, una ráfaga de viento me atraviesa y me devuelve por unos segundos a un pasado ya no tan reciente. Es una transformación casi cósmica, que me deja sin habla durante unos instantes, mientras viajo en el tiempo y me veo a mí mismo hace diez años en un restaurante cálido de otra ciudad extraña. Estoy rodeado de buenos amigos y colegas, sonriente, feliz, sabiéndome querido, con ganas de hablar y reír, despreocupado y alegre. Pendiente de esa llamada que nunca falta y que me da vida cada día, aunque quizás nadie más lo sepa. Tranquilo porque sé que no fallará. Me sentía bien. Quizás no es posible sentirse mejor por dentro y por fuera.

Alguien da una voz, que me hace regresar al aquí y al ahora, a esta calle fría y abismal, en una ciudad que, sospecho, está en medio de la nada, de un inmenso desierto repleto de peligros inimaginables, sin escapatoria posible. La ciudad es como una jaula de hielo adornada de luces y purpurina.

La ráfaga se esfumó, pasó de largo y yo volví con mis compañeros, que ya se habían adelantado varios metros mientras hablaban entre ellos sobre algo que no llegaba a escuchar.


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