La casa del río


Era una noche de verano, de esas en las que el calor no te deja en paz y solo quieres beber, empaparte de agua a todas horas. El bochorno nos echó de casa y se te ocurrió bajar al río, a pesar de la hora intempestiva, próxima a la medianoche. Y uno, que se apunta a un bombardeo, dijo que sí con entusiasmo infantil. "¡Pero vamos en bici, no en coche!"

En cuanto dejamos la última calle del pueblo y tomamos el camino que se precipitaba hacia el río la oscuridad nos engulló. Era una noche sin luna, así que la única claridad que nos quedó fue la que llegaba aún de las farolas cercanas y el brillo de las estrellas, que nunca faltaba en el campo. Fue separarnos 20 metros de las últimas viviendas y la temperatura bajó tres o cuatro grados. El frescor del agua corriendo nos despertó en el acto. Seguimos por el camino hasta adentrarnos en el bosque que nos llevaba a nuestro recodo preferido del río, allí donde la corriente tomaba más fuerza y nos regalaba uno de los sonidos más relajantes de la naturaleza.

Apoyamos las bicis contra los árboles y nos sentamos muy cerca del agua, que se precipitaba sin pausa, en su camino permanente hacia el río padre, el Tajo, que le esperaba unas decenas de kilómetros más lejos, para correr ya juntos por toda la Península hasta morir en el océano Atlántico. Pensándolo bien, si metíamos la mano en el río, en cierto sentido nos poníamos en contacto con Lisboa nada menos, y luego más allá, hasta donde quisiéramos imaginar: toda el agua del mundo conectada por sus ríos, pantanos, mares y océanos.

En la otra orilla podía adivinarse entre los árboles la fantasmal casa que siempre nos había atraído de una manera insana. "Un día tenemos que ir y entrar". Pero nunca íbamos. Había algo que nos paralizaba, que nos detenía y que nos impresionaba. Esa casa tenía vida, pese a estar abandonada. Desprendía una fuerza que imponía un respeto irracional. Mejor seguir pensando que "algún día iremos". Algún día.

Nos quedamos dormidos, arrullados por el canto del agua. No sé cuánto tiempo estuvimos así, tumbados en la orilla, disfrutando en sueños del frescor que nos rodeaba. Hasta que algo me despertó. Vi luces encendidas en la planta baja de la casa, desde donde llegaba un griterío de fiesta, una mezcla de música, voces y bailoteo. Algo así. Me froté los ojos, o me los lavé bien. No podía ser. Pero sí, el ruido venía del otro lado del río, donde parecía que alguien había ocupado la casa para dar un fiestón.

Me acerqué al puente de madera, roto y clausurado para evitar accidentes, que llevaba directamente a aquella mansión desde nuestra orilla. Salté la verja del inicio del puente y crucé con cuidado, agarrándome bien a las cuerdas para no caer entre los tablones podridos. La música y las voces se volvieron más claras. La canción de Alaska llegaba ahora nítida, cuando ya estaba a pocos metros de la parte de atrás de la vivienda. "Y yo, me defiendo atacándote así, retorciendo palabras de amor...", bramaba la cantante. Me asomé tímidamente a una ventana y lo que vi me heló la sangre.

Una veintena de personas, todas mayores, bailaban entre alaridos como poseídos por algún tipo de sustancia estupefaciente. Lo más llamativo era que estaban todas como Dios las trajo al mundo, incluida la sangre que les cubría. Porque sus cuerpos estaban embadurnados de algo rojo y viscoso que en seguida relacioné con el líquido rojo de nuestros cuerpos.

Me quedé hechizado, entre espantado y fascinado por el espéctaculo que tenía al otro lado de la ventana.  Un grito me sacó de mi ensimismamiento. Un alarido animal, pero que solo podía proceder de una garganta humana. El aquelarre del interior de la casa se intensificó con aquel aullido y sentí que unos ojos se posaban en los míos.

Entonces corrí, corrí como no lo había hecho nunca. Me caí, me levanté, y volvía a correr sin mirar atrás, sin parar. Crucé el puente en ruinas de cuatro o cinco zancadas. Tú aún dormías y cuando ya llegaba a ti para despertarte de un golpe, tropecé y caí de bruces sobre la húmeda tierra.

No sé cuánto tiempo pasé allí tirado. Me despertaste con el sol ya nacido. "¿Qué haces aquí? ¡Hemos dormido toda la noche!" A mí me dolía todo el cuerpo y cuando abrí los ojos lo primero que miré, con cara de terror, fue la casa del río. Seguía como siempre, señorial... y abandonada, sin rastro de vida humana. Solo se me ocurrió coger las bicis y salir de allí cuanto antes. Pero las bicis no estaban. "¿Dónde están las bicis? ¡Nos las han robado!"

Sin pensarlo un segundo, eché a correr hacia el pueblo, mientras tiraba con fuerza de ti para que me siguieras. "¡Corre!" Subimos con la lengua fuera y en la entrada del pueblo descubrí unas extrañas manchas rojas en la calle que llevaban hacia un almacén abandonado. Las toqué con el pie y noté su viscosidad aún caliente. "¿¡Pero qué pasa!?", no dejabas de preguntarme. "¡Corre!" Algo me decía que debíamos alejarnos cuanto antes.

Cuando llegamos a casa lloré y grité, todavía impresionado por lo que había visto aquella noche. Fue entonces cuando nos llamaron desde la calle y aparecieron mi hermano y su novia... con las dos bicis. Cuando amaneció y no nos vieron, nos buscaron en el río, nos vieron dormidos y se llevaron las bicis como escarmiento por el susto que les habíamos dado. Eso sí, tuvieron el detalle de dejarnos dormidos ahí. "Daba pena despertaros", se rió mi hermano.

Les conté todo, sin ahorrarme detalle y lo único que les provoqué fue una carcajada. "¡Qué pesadilla más bien elaborada! ¡Enhorabuena!". "Y sí, es verdad, tenemos que ir a esa casa. ¿Por qué no vamos esta noche?" Sin pensarlo un instante, contesté, muy serio pero con los ojos brillantes: "Sí, yo voy".




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