Miradas de Zanzíbar


Un día coges un avión, vuelas ocho horas y aterrizas en otro mundo. Ocurrió en el verano de 2005, cuando hicimos las maletas, buscamos una isla en el mapa, cerquita del continente africano, y allá que nos fuimos en un vuelo directo. Desde el aeropuerto nos llevaron en un autobús desvencijado hasta el hotel, construido por y para turistas europeos. Aquello era el paraíso... en medio de la pobreza. O eso pensaba yo los primeros días.

Desde la ventana del autobús observaba con cara de espanto la forma de vida que tenía aquella gente que recorría a pie todos los días kilómetros y kilómetros por la misma carretera que nosotros, con riesgo evidente para su vida. Junto al camino miraba las viviendas, pobres, cochambrosas, rodeadas de basura. De vez en cuando se veía un televisor en el exterior, y decenas de personas a su alrededor. El hotel era como un oasis en aquel desierto tercermundista.

Una mañana hicimos una excursión por el interior de la isla, y el espectáculo fue más impresionante todavía. Familias enteras vivían en cabañas hechas con palos y barro, o eso me parecía a mí. Sin luz, sin higiene, sin ninguna comodidad. El cuarto de baño era lo más rudimentario que pudiera pensarse. Consistía en un agujero en el suelo, y en un cubo colgado del techo para la "ducha". Tras la visita, volvimos corriendo a nuestro hotel-oasis, donde nos esperaba una buena tumbona en una playa paradisiaca.

En una de esas, mientras el sol me tostaba ahora por delante, ahora por detrás, y yo dejaba pasar el tiempo de una manera insensata, como si sobrara, como si fuera para siempre, como si no pasara para no volver nunca más, mi cabeza no dejaba de pensar en aquella pobre gente, sin ningún lujo en sus vidas, sin internet en sus casas, sin agua caliente que saliera del grifo, sin televisor en el salón, sin aparatos de música, sin ordenadores... qué sé yo, ¡sin nada que les hiciera la vida más feliz, más digna y más cómoda!

Fue en ese momento cuando abrí un ojo, y luego otro, y vi pasar por la playa un grupo de niños de Zanzíbar. Parecían desnutridos y mal vestidos. Siempre me lo "parecía". Se pararon delante de mí y me miraron. Entonces yo también les miré, y nos quedamos así un rato, mirándonos los unos a los otros. Les miré a los ojos y vi una tremenda... alegría. Esos niños no estaban tristes, como imaginaba. Ni enfermos, ni desesperados. Estaban... felices. De hecho, sus ojos brillaban de felicidad. No tenían nada, ni falta que les hacía.

Me llevaron a sus casas, muy cerca de allí, para conocer a sus familias. Y de nuevo les miré a los ojos. Dejé de mirar el suelo de barro que me espantaba, y dejé de buscar el televisor. Los miré a ellos, a los ojos. Y encontré a seres humanos liberados de todo ese materialismo en el que vivimos atrapados los que nos llamamos "primer mundo". Pues ahí estaba el tercer mundo, delante de mí, sin nada de lo que yo consideraba imprescindible en mi vida, pero ofreciéndome desde su pobreza lo poco que tenían, con una sonrisa, una alegría, una paz y una mirada de dignidad humana que me bajaron al instante del pedestal al que yo mismo me había subido.







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