Aquellas Navidades de chimenea

Piso de arriba en la casa de Uceda

Hace frío en el piso de arriba de la casa del pueblo. La casa de la abuela. La chimenea lleva apagada años, con restos de cenizas que recuerdan ese calor entrañable que desprendía en las noches de invierno, con toda la familia alrededor y sus ojos puestos en las llamas y la madera carbonizada.

Eran otras Navidades. El único foco de calor en el invierno meseteño se encontraba junto a la chimenea, a muy pocos centímetros de ella. Si te alejabas tres metros ya sentías frío, y si bajabas un piso para cambiarte de ropa o coger un libro la temperatura ambiente podía bajar 15 grados de golpe. Si tu intención era acostarte entre las frías sábanas, corrías el riesgo de sufrir un corte de respiración mientras te desvestías, y un paro cardiaco cuando ya por fin te atrevías a meter los pies en ese congelador llamado cama. Las botellas de agua caliente eran imprescindibles para calentar unos lechos que no entraban en calor ni con cinco mantas encima, una sobre otra. Pero el acto de heroísmo por excelencia era ir al cuarto de baño, cuya ventana daba a la dehesa y dejaba entrar un aire tan sano como gélido y cortante. La tiritona estaba asegurada.

En el piso de arriba la abuela, bien arrebujada con su toquilla, mantenía viva la llama con las tenazas y el soplador. Su cuerpo menudo se encogía todavía más, cerquita de las brasas, y dejaba pasar el tiempo con la mirada perdida en el fuego crepitante. La abuela se soltaba cuando echaba la mirada atrás y recordaba los años de la guerra en Madrid, con apenas 20 años a sus espaldas, y pasaba más hambre que un maestro de escuela, comparación que siempre estaba en su boca, y que hoy queda ya un poco desfasada. Contaba cómo su madre y ella se veían obligadas a comer la piel de las patatas para no morirse literalmente de hambre. Esos recuerdos reactivaban su cabeza y entonces se convertía en una máquina de contar historias increíbles, a los oídos de un adolescente en la década de 1980, sobre los rigores de la guerra, los "paseos", los bombardeos, el hambre, las penurias y todo tipo de miserias, y grandezas, humanas.

Lo más fácil era dar algún que otra cabezazo frente a la chimenea, cuando la conversación decaía y el calor se dejaba notar ya en las mejillas y orejas de todos. Entonces ponías todo tu empeño en retrasar la hora de acostarte. Solo pensar en salir de ese foco de calidez y adentrarte en la frialdad inhumana del piso de abajo te originaba un escalofrío inmediato.

Eran unas vacaciones diferentes, en la tranquilidad y paz del pueblo. El día empezaba tarde, la pereza te invadía en la cama, que por fin había entrado en calor. Solo cuando oías las voces de tus hermanos más madrugadores te animabas a dar un brinco, mientras los más dormilones parecían inmersos en un sueño bendito y profundo, pese a ser quizás ya las 10 de la mañana. 

Tenías por delante un día entero para pasarlo bien y ser feliz. Mi padre ya se había encargado de preparar una excursión al pantano, a la montaña, a un pueblo cercano... o a recoger piñas para luego avivar mejor el fuego de la chimenea. Durante mucho tiempo fuimos a un paraje concreto cercano al Atazar. Mi padre, mi madre, mis hermanos y yo nos desplegábamos en busca de piñas, mientras al fondo el pantano, con trazos de neblina, parecía un espejo gris. Ya cansados de recoger los frutos secos de los pinos, llegaba la parte más emocionante de la excursión, cuando mi padre nos llevaba a lugares recónditos, bajando por la ladera de la montaña, hasta llegar a un riachuelo de agua fría y pura, salida de las mismas entrañas del bosque, que bajaba despavorida para encontrarse con el pantano.

Así pasaban los días y las vacaciones navideñas, largas, familiares y con esa felicidad auténtica que solo se encuentra en las cosas sencillas de la vida. 

Esta Nochebuena hemos vuelto a reunirnos casi todos. Ya no está mi padre. Tampoco mi abuela. Y estos días no nos juntamos alrededor de la chimenea del pueblo, con conversaciones tranquilas e interminables. Pero seguimos siendo una familia, más numerosa, con más niños, cuñados y cuñadas. Y mi madre en el centro. Brindamos por la salud de todos. Mucha salud. Y también por el trabajo y el amor.

PD. Durante la noche leí varios mensajes de felicitación: Que pases una noche muy feliz con la gente que más quieres. Y pensé en ti, una vez más, porque no estabas.




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