Historia de la escalera

Escalera de la casa de Uceda

Bajábamos despavoridos por las escaleras de la casa de Uceda, de dos en dos escalones, de tres en tres e incluso de dos únicos saltos, con esa inconsciencia infantil que te hace creer que eres invencible y nunca te pasará nada, con una confianza ciega en ti mismo.

¿Cuántas veces habré subido y bajado esas escaleras? ¿Diez mil veces? ¿Cincuenta mil? En un solo día podría pasar por ella veinte, treinta veces, quizás más. Las escaleras eran uno de los lugares preferidos cuando éramos niños. Lo mismo servían para un concurso improvisado de saltos, que para descansar en uno de sus escalones y, sobre todo, para ascenderte al lugar mítico de la casa, el centro de juegos por excelencia: el "último" piso.

Al "último piso" se llegaba tras subir cuatro tramos de escaleras y atravesar el cuarto de baño. Allí estaba nuestro campamento infantil, repleto de juegos y ciudades enteras de clicks. Y ese lugar secreto, misterioso, que era un armario profundo, de unos tres metros de largo, con olor a naftalina, repleto de abrigos y ropa en desuso, y con una puerta que se cerraba con llave. Entrar en su densa oscuridad y llegar hasta la pared del fondo, a través de las siluetas humanas de los abrigos, suponía una dosis extra de adrenalina. Un subidón infantil en toda regla.

Hace años la casa estaba llena de vida, con bajadas y subidas continuas por la escaleras. Era paso obligatorio para todo, lugar de encuentro continuo de la gran familia. Por la noche, todo cambiaba. La boca negra del hueco de las escaleras, el silencio que se adivinaba allí abajo desde la planta de las habitaciones, llenaba de fantasmas nuestros primeros sueños inquietos. Parecía una boca de lobo a punto de tragarnos. Lo mejor era no levantarse en toda la noche y taparse hasta las orejas, con la puerta bien cerrada.

Hoy la casa está vacía y fría. Ya nadie sube ni baja por las escaleras, ni hay críos que salten como locos desde el quinto peldaño, ni tampoco abuela que los riña desde la cocina, mientras se seca las manos en el delantal. Los gritos de los niños se han sustituido por un silencio pasmoso. Pero hay algo que no ha cambiado. Escaleras arriba sigues llegando al mismísimo cielo, un lugar de paz, desde donde puedes abrir las ventanas, asomarte a todo el pueblo, respirar hondo y pensar que tú no serías el mismo ahora, tantos años después, sin esa infancia que transcurrió en buena parte en esta casa, entre subida y bajada de escalones.

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