Galicia en el corazón

Catedral de Santiago, octubre de 2012


Ahora que 2012 va dando la vuelta a la esquina me viene a la mente una imagen que se me quedó grabada a fuego en la cabeza, pero también en el corazón. Una noche de octubre, lluviosa y desapacible, en la Plaza del Obradoiro, en Santiago de Compostela. Cae una lluvia fina, constante, incansable. La plaza es un monumento de piedra en sí misma. Arte y vida. Una de esas obras que te reconcilian con la especie humana. Si el hombre es capaz de hacer algo así, hay esperanza. Siempre hay esperanza.

Son las once de la noche, aproximadamente. Salgo del hotel La Casa de la Troya sin paraguas y encogido, aterido por la humedad, pero ansioso de ver, contemplar y gozar una noche más de uno de los rincones más impresionantes de España. Desciendo despacio hacia el Arco de Palacio, donde un gaitero pone banda sonora original a esta noche de niebla y agua.

En la plaza apenas hay gente. Durante el día el ir y venir de los peregrinos es continuo. Ahora un hombre permanece quieto en el centro de la plaza, mira hacia la cruz de Santiago. La lluvia le chorrea en el impermeable que le cubre entero. Parece rezar. O pensar. O llorar.

Entre la niebla se levantan las dos torres de la fachada principal de la catedral, iluminadas, como un faro que indica el camino a miles y miles de personas durante todo el año, cada día, cada hora. Es la meta perseguida por todo aquel que se busca a sí mismo en un largo caminar que puede tomar distintos itinerarios, pero que solo tiene un final. La luz de la catedral. 

Atravieso la plaza despacio, sin poder despegar la vista ni un momento del templo. Me atrae la mirada como si fuera un fuerte imán. Respiro paz, silencio, grandeza, integridad. Qué pequeños quedan tantos problemillas diarios, tantas miserias personales, al lado de ese monumento que parece observarnos a nosotros desde su superioridad histórica, inmutable, permanente.

Rodeo la catedral y vuelvo al hotel por la plaza de Quintana, donde se ve a un misterioso peregrino pegado a la pared, apoyado en su bastón, tapado hasta las orejas. Le saludo, pero no se mueve, mantiene su mirada en el suelo, en una postura de arrepentimiento, de cansancio y de humildad, al final, siempre al final, del camino.

El final... Pero no, no es el final. Entonces lo veo. Santiago no es el final del camino, es el principio de una nueva etapa. Solo tienes que saber ver la puerta que se abre cuando llegas a la Plaza del Obradoiro, levantas la vista y observas la grandeza espiritual que se alza ante ti. 

Galicia me ha conquistado. Santiago me ha hipnotizado. Si fuera libre, si no tuviera tantas ataduras, si me liberara de todos y cada uno de los bultos de mi equipaje, me iría a esa tierra y viviría junto a ese faro que me iluminó cuando más lo necesitaba.



Sombra del peregrino, en la catedral de Santiago


Comentarios

Entradas populares de este blog

Así está el Pontón de la Oliva

Ouija en la casa abandonada (I)

Imágenes del río Jarama desbordado