Desde Kazajstán

Noche en Astaná, 28 de septiembre de 2013
Amaneces en Madrid y esa misma noche estás en un lugar inhóspito, extraño, inexistente por completo en tu vida y en tu pensamiento hasta unos días antes. Y resulta que existe. A casi 6.000 kilómetros de distancia y cuatro horas de diferencia horaria. Allí, aquí ahora, está Kazajstán.

A las once de la noche aterrizó el avión, desde Frankfurt, en el aeropuerto de Astaná. Desde el cielo, ya con noche cerrada, apenas se veían luces en lo que parecía ser un desierto enorme, interminable.

La temperatura está cercana a los cero grados en el aeropuerto. Los taxistas te asaltan para llevarte al hotel, y de paso intentan sacar un pingüe beneficio: piden 10.000 de su moneda local (50 euros al cambio), lo que nos parece bastante caro. En información nos advierten que no debemos pagar más de 3.000. Y así se lo decimos.

El trayecto hasta el hotel, por avenidas amplísimas y solitarias, parece una carrera ilegal. "Slowly", le pedimos al taxista, quien nos indica que debe seguir a su compañero de delante, que va al mismo hotel. Y pisa el acelerador hasta los 150 kilómetros por hora. Un camión decide no parar en un semáforo en rojo y no duda en adelantas a los coches ya parados invadiendo el carril de la izquierda para seguir su camino sin impedimentos.

Por fin llegamos al hotel, en el meollo de una ciudad que parece un simulacro cutre de Las Vegas: muchas edificios horteras, repleto de juegos de luces, todo posmodernista, y arquitectura para mayor gloria de su autor y pasmo de los viandantes. Eso sí, hay que cambiar el calor agobiante por el frío penetrante.

La ciudad llama la atención, así a primera vista en la primera noche, por su aparente modernidad acristalada y por su soledad. Es sábado por la noche, pero esta zona parece muerta, o abatida.

Dicen que en Kazajstán hay dinero, mucho dinero, que es lo que necesita España, y por eso estos días hay una pequeña invasión de empresarios españoles en busca de negocio. En un mapa miro hacia la izquierda para buscar nuestro país, y observo la situación privilegiada que tenemos en todos los sentidos, el nivel que hemos alcanzado entre todos, y el afán absurdo y permanente que sufrimos por autodestruirnos con miserias que, a seis mil kilómetros, solo pueden parecer ridículas.

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