La vieja del camino

Imagen de la vieja que apareció en el camino del Pontón de la Oliva
A punto de llegar al mediodía en este lunes 9 de septiembre, la temperatura ronda los 28 grados. Hace calor, pero ya no es el bochorno asfixiante de agosto. Con ese buen tiempo, fui en coche hasta el Pontón de la Oliva. Me apetecía hacer una caminata y descansar en uno de los sitios más espectaculares de la zona. Aparqué junto a la vieja presa y emprendí la marcha, con una fuerte pendiente, hacia la cumbre sobre la que se disfruta de una vista extraordinaria del valle con el río Lozoya en el fondo. Durante la excursión me ocurrió un extraño suceso que cuento a continuación.

El calor aprieta, y el camino se pierde entre curva y curva en un largo y lento ascenso. En el cielo, dos águilas planean en círculo sobre su territorio en busca de presa. Los olivos bordean la carretera, con pesadas aceitunas muy verdes, y más allá las cigarras macho buscan pareja con su sonido estridente y continuo. El campo está reseco después del largo y seco verano de la Meseta y parece pedir agua con la angustia desesperada del sediento. Es una marcha solitaria de unos 45 minutos para sudar y hacer pierna, pero el esfuerzo merecerá la pena.

Justo antes de doblar una curva a la izquierda, me sorprende una persona que sube desde la ladera del campo hasta la parte del camino donde me hallo. Me detengo y observo a unos 10 metros de distancia la imagen casi fantasmal de una vieja que va a apareciendo poco a poco: primero la cabeza cubierta al modo antiguo, luego su pesada espalda doblada, su vestido de pueblo y sus viejas zapatillas, que parecen cómodas. La señora, encorvada por el peso de los años y quizás por el esfuerzo, se apoya en un palo fuerte y lleva una bolsa cargada. Va en sentido contrario al mío, y al cruzarse me da los buenos días con una cara amable. En un saludo escueto, de pura cortesía, sin un solo matiz de curiosidad. La figura aparecida de la nada, o del campo inhóspito por el fuerte calor y a una altura considerable respecto a  la primera casa habitada más abajo, avanza despacio, mientras se sostiene con su palo. 

Cuando dejo de mirarla y de preguntarme quién sería, de dónde vendría, qué buscaría, adónde marcharía, le hago una foto ya de espaldas.

Continúo mi subida, sin cruzarme con nadie en todo el camino. Ya en la cumbre, entre las rocas que vigilan todo el valle desde el cielo, vuelvo a pensar en aquella extraña vieja y decido que en cuanto baje preguntaré quién era a los habitantes de las dos casas construidas junto al Pontón.

A paso ligero, apenas tardo media hora en descender hasta el coche y entonces veo a un hombre que está arreglando unas plantas junto a su vivienda. Me acerco con la mejor cara posible y sin más preámbulos, después de desearle los buenos días, le pregunto por la señora, pero parece no entenderme. Se lo explico y le enseño la foto ampliada. Aunque la mujer aparece de espaldas, la imagen parece impresionarle y me pide que se la describa bien. El hombre se ha puesto pálido y un poco tembloroso me explica, primero, que allí ya no vive ninguna mujer de esa edad, al menos en este momento. Pero hará 20 años vivía su abuela, que solía subir cada semana a un sitio concreto del campo para recoger unas plantas que consideraba muy buenas para sus guisos, hasta que un día no bajó. Fue él quien acudió a buscarla y la encontró tirada en la tierra, junto a sus plantas, y sin vida. Iba vestida exactamente igual que la señora de mi foto que un rato antes me había saludado con una mirada de absoluta paz.



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