Las piñas del Atazar

Entorno del pantando del Atazar, 2 de diciembre de 2013
Sin nada mejor que hacer, subí al Atazar después de comer. A veces necesito ir allí para encontrarme a mí mismo o para sentirme realmente en casa. O en mi tierra. Hacía un día espléndido de otoño terminal, despejado pero frío, mucho frío. Apenas encontré más tráfico en la subida que unas vacas que cruzaron la calzada y dejaron su huella sobre el asfalto. Pasé de largo el primer mirador para no molestar a una pareja, ya madura, que contemplaba arrobada el atardecer sobre el pantano.

Seguí adelante dispuesto a cruzar la presa, pero me vino a la cabeza un recuerdo casi ancestral. Habrían pasado 20 o 30 años. ¿Quizás más? Me vi claramente con mi padre, con mi madre y con mis hermanos, en un lugar concreto de aquellas montañas, donde todos los inviernos íbamos en familia a recoger piñas en el suelo para luego avivar la chimenea en las tediosas tardes-noches de nuestra casa de Uceda, donde pasábamos las horas junto al fuego.

En el último momento, antes de descender hacia la presa para cruzar al otro lado, doblé a la izquierda y seguí la carretera que lleva a Torrelaguna y el Berrueco. En seguida encontré aquel lugar cimentado en mi memoria para siempre, y asociado siempre a mi padre. En realidad el lugar era y es inconfundible por los dos árboles paralelos, como dos columnas, que indicaban la entrada a uno de nuestros lugares preferidos de aquellas montañas. 

Dejé el coche en el arcén. La temperatura estaba próxima a los cero grados y las heladas habían dejado rastros de nieve entre los pinos. A veinte metros de la carretera estaban los dos árboles gemelos, como estatuas que me daban la bienvenida a un tiempo pasado. Y en realidad fue como viajar varias décadas atrás. Vi a mi padre sonriente con toda la prole detrás. Disfrutaba como nadie de la naturaleza, de la montaña, de los pinos, del paisaje: "Respirad hondo, que es aire puro. ¡Llenaos bien los pulmones!" Los pulmones no le fallaron nunca, hasta el final. Entonces respirábamos todos profundamente, como queriendo acaparar todo el aire limpio posible de la sierra madrileña para tener reservas antes de volver a la capital.

Con los bronquios bien limpios y abiertos, nos desperdigábamos por el bosque de pinos, henchidos de oxígeno y felicidad, provistos de bolsas que íbamos llenando de las piñas que encontrábamos a nuestro paso, hasta que ya no cabían más. Entonces nos asomábamos al borde mismo de la montaña para observar el pantano y fijarnos en cada detalle, en cada recodo, en cada islote y pueblo lejano a los que alcanzaba nuestra vista.

Era visita obligada un riachuelo que caía al pantano con fuerza y estruendo entre grandes piedras. Para llegar hasta ahí había que seguir un camino tortuoso que mi padre conocía y que bajaba en una fuerte pendiente. Había días que las nubes, o la niebla, transformaban aquel lugar en algo misterioso, alejado del mundo. Como un sitio secreto que solo nosotros conocíamos. Al llegar, nos lavábamos las manos en el agua helada, pura, recién salida de la montaña. Y así, purificados, emprendíamos el regreso hacia arriba, donde nos esperaba nuestra madre y las hermanas más perezosas.

Cuando llegué al bosque de pinos, veinte o treinta años después, no estaba nublado ni había niebla, pero todo parecía igual que siempre. Solo la basura abandonada por unos desaprensivos rompía la armonía de la montaña. Qué clase de incultura puede llevar una persona a dejar allí botellas, plásticos, envoltorios, papeles, servilletas, restos de todo tipo... Pues esa incultura, esa degradación humana, existe. Convive con nosotros.

Recorrí el camino que hacía con mis padres y mis hermanos, los mismos lugares, los mismos pinos, el mismo paisaje. Y busqué el sendero que descendía al riachuelo. Busqué y busqué, pero fui incapaz de encontrarlo. Casi dejé de respirar para escuchar el sonido del agua. Pero no oí nada. Era un día sin viento y el silencio era absoluto. Ni un ruido, ni un coche, ni una voz, ni un sonido. Algún pájaro revoloteaba. Había paz absoluta.

Incapaz de hallar el camino, y sin perder la esperanza de encontrarlo otro día con ayuda, desanduve mis pasos y, en contra de las advertencias bíblicas, en el último momento miré hacia atrás. Me vi de pequeño junto a mi familia, corriendo entre aquellos árboles que entonces me parecieron una portería perfecta para jugar al fútbol. Los recuerdos son parte de nuestra vida. Somos nosotros mismos. 

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