Vivir en el frío

Centro antiguo de Vilna, capital de Lituania. Amanecer del 30 de noviembre de 2013

Now when you go giving your heart make sure they deserve it
If they haven't earned it
keep searching, it's worth it

("Go Gentle", Robbie Williams)

El avión está cruzando los Pirineos y entra en España por Navarra. Atrás queda toda Europa desde Finlandia, después de saltar ahí desde Lituania. Había llegado a Vilna dos días antes, después de dejar en Madrid una nevada de noviembre que olía a Navidad adelantada.  Desde el taxi que me llevaba a Barajas, en una de esas madrugadas heladoras del interior de la Península, veía el manto blanco que cubría la ciudad, y pensaba en el frío gélido que me esperaba en aquel país situado en la otra punta de Europa. Nada más despegar, descubrí Uceda allá abajo, blanca y tranquila, como una novia sencilla y reluciente, al pie de sus montañas de pizarra y muy cerca del pantano del Atazar, inmenso, colosal y espectacular también desde las alturas. 

En Vilna todo es oscuro. La noche cae de golpe a las cuatro de la tarde, con prisa por taparlo todo con su negra capa, después de un día gris, espeso, ceniciento, helado. La pobre iluminación de sus calles, sobre todo las secundarias, apenas puede con la negrura de esta noche que parece no tener fin. Todo invita a no salir de casa, o del hotel en este caso, aunque este sea de todo menos acogedor. 

Es un hotel funcional, soviético. Tiene de todo (al menos todo lo necesario para sobrevivir), pero sin una sola comodidad. Pasillos desnudos y desangelados te llevan hasta la puerta de tu habitación, que bien podría ser la entrada de uno de esos despachos de los tiempos de la guerra fría donde un funcionario ultima el plan quinquenal sin ninguna concesión extra al bienestar.

La temperatura en la habitación es la justa para no tener frío, pero tampoco para sentirte demasiado a gusto. De pronto descubres una corriente de aire invernal a ras del suelo que te hiela el cuerpo entero desde los pies. El espacio es estrecho, con una cama de matrimonio con un colchón demasiado usado, sin mullir, con las sábanas sueltas y pequeñas, y unas almohadas que parecen recién utilizadas. El baño es de gasolinera, pero limpio y seco. Y la ducha está en un cuarto aparte, cerrado con puerta, con un jabón maloliente que, sencillamente, te hace arrugar la nariz mientras te lavas deprisa y corriendo. 

Así las cosas tenía dos opciones: o meterme en la cama a eso de las nueve de la noche (una hora menos en España) para cerrar los ojos y pasar inconsciente las horas que tenía que permanecer ahí hasta la mañana siguiente, o bien echarme a la oscuridad de la noche y cenar por el centro antiguo de la ciudad.

Opté por la segunda posibilidad, ataviado con bufanda y gorro. Los guantes llegarían después, en cuanto mis dedos empezaron a dar signos de incipiente congelación. Para llegar a la parte antigua de Vilna crucé calles donde no ves ni dónde pisas por la falta de luz. Calles vacías, sin un alma, negras, húmedas, donde el único signo de vida aparece en alguna ventana iluminada en los edificios. Para alcanzar el centro hay que cruzar un puente, el King Mindaugas Bridge. Al otro lado domina el castillo Gediminas, con la bandera tricolor lituana. El río no está helado todavía, pero en enero debe de ser una pista de hielo formidable. 

Al final, o al principio, de la avenida Gedimino está la extraña catedral de Vilna, con unas columnas inmensas que sujetan un pórtico de estilo griego. Al lado, una torreta vigila toda la plaza, donde unos ucranianos protestan con banderas europeas contra la decisión de su Gobierno de no firmar el acuerdo de asociación con la UE, para seguir en brazos de Moscú. De vez en cuando, una comitiva oficial cruza las calles desiertas para ir al palacio presidencial, donde hay una cena ofrecida por la presidenta local.

Mi cena no es oficial, pero es más divertida seguro. Nos recogemos en un restaurante de estilo tradicional lituano, donde nos han reservado una mesa al fondo de lo que parece ser una antigua cueva reconvertida para la hostelería. Mucho codillo, crema de champiñones en un cuenco de pan negro, croquetas, salmón, un postre de chocolate... y cerveza que sabe a incienso. Todo, al cambio, sale por menos de 20 euros por cabeza.

Cuando salimos la noche sigue fría, pero ahora también llueve con timidez. Es una lluvia fina que cae sobre mojado. Es una humedad perenne, que se incrusta en tu cuerpo. No puedo evitar pensar lo que será morir de frío. Un escalofrío me deja tieso. Cuando llego al hotel, hasta mi desapacible habitación me parece una sauna. Bueno, más o menos. Pero como no hay nada que allí se pueda hacer, lo mejor es no mirar demasiado la cama, moverse lo menos posible, dormir y salir de allí cuanto antes al día siguiente. Aunque sea de nuevo a la fría oscuridad, donde al menos siempre puedes encontrar una luz que brille y te guíe a un lugar mejor. O eso sigo esperando. O ya solo imaginando.

Catedral de Vilna, amanecer del 30 de noviembre de 2013

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