Remanso de paz

Pantano del Atazar, diciembre de 2013

Mi vida yo quiero robarle a la luna
Esta noche tus dos ojos negros
Para pedirle que duerma conmigo
Hasta el amanecer
Para que cuando salga
Gitana se escuche un te quiero
En este cielo con nubes negras
Gitana ven y báilame, tú báilame

("Gitana", El Viaje de Elliot)

Tomamos un camino de piedras hacia el pantano del Atazar y llegamos a un lugar sencillamente espectacular. Llevo toda mi vida en esta tierra, caminando por estas montañas, recorriendo sus carreteras y senderos, y nunca había estado aquí, un rincón perdido en el mundo apenas a una hora de Madrid. 

Las encinas centenarias vigilan el monte con poderío. Son las reinas indiscutibles en esta tierra bañada ahora por el pantano, y antes por un río caudaloso que serpenteaba entre las montañas: el Lozoya. Hace décadas un enorme bosque de encinas nacía en las riberas y subía por las laderas de los montes. Ahora quedan pocas y un ejército de pinos custodia su territorio.

Al pie mismo del pantano hay varias edificaciones de piedra y pizarra, utilizadas antiguamente por los pastores, y ahora abandonadas, sin ninguna protección, pese al valor histórico y cultural que se les descubre. En algunas piedras hay inscripciones con una letra impecable, de las de antes: elegante, medida, cuidada. Se ve un año escrito con esmero: 1936. Y al lado, un nombre y otras palabras que no se entienden. Quién escribiría aquello. Quizás alguien que en plena guerra civil huyó de la locura colectiva y se cobijó en esta montaña hasta que el fuego y la sangre se hubieran apaciguado. Imagino la vida en ese refugio de pizarras, en plena naturaleza, alejado del infierno, del que solo llegarían resonancias cuando un avión militar pasara por allí cerca. Horas enteras mirando el río, el amanecer y el atardecer, y las largas noches heladoras sin fuego, pensando en esa cobardía que le había hecho libre y le había permitido vivir sin matar, sin sentir el olfato de la muerte en su nuca cada hora de cada día.

¿Qué es la paz? La paz es estar ahora aquí y no pensar en nada más. Dejar la mente en blanco y disfrutar. Nada más. Mirar el cielo, azul, limpio, inmenso, radiante. Respirar el aire puro de la sierra, con toques de jara y tierra mojada. Tocar este árbol que ya vio pasar a las tropas de Napoleón y que seguirá aquí cuando ya no estén ni nuestros nietos. Sentir el agua fría del pantano, quieta, mansa, siempre misteriosa, con secretos inimaginables en su interior oscuro. Estar junto a los tuyos y saber que nada nos separará. Pensar en los que ya no están, pero quizás nos estén viendo, o quizás estén ahí, a nuestro lado, con las manos en los bolsillos, con una sonrisa, mirando el horizonte de montañas y pueblos. 

La paz es querer quedarte aquí. Que no pase el tiempo. Absorber cada segundo y acabar formando parte de esta tierra, de este campo, de esta montaña que es la mía. Siempre lo ha sido. Y entonces pienso en aquel hombre que puso en la pizarra su nombre y una fecha, 1936, quizás para que los que vinieran al mismo lugar 77 años después y descubrieran este paraíso entendieran un poco más su decisión de huir de la guerra salvaje y guarecerse en un remanso de paz y libertad donde no parece haber sitio para el mal.


Aquí pueden verse algunas inscripciones antiguas en piedra

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