Ouija en la casa abandonada (II)

Vista desde el interior de la casa abandonada, junto al pantano del Atazar. Febrero de 2014

Continuación...

Las dos amigas no durmieron en toda la noche, y tampoco pudieron separarse ni un minuto. Habían decidido ir a la casa abandonada del pantano del Atazar, porque así se lo había pedido el novio de Claudia desde el más allá, y sobre todo porque no se atrevían a dejar el "juego" de la ouija a medias: les producía pánico pensar qué podía ocurrir si no cumplían el trato, después de haber obtenido la información que buscaban (lee aquí la primera parte de esta historia).

Cuando amaneció, ya tenían un plan más o menos elaborado: pedirían a su mejor amigo, Juan, que les acompañase hasta el pantano esa noche. Así se sentirían más protegidas y seguras, y además tendrían un testigo de confianza por lo que pudiera pasar.

Juan se quedó helado cuando se lo propusieron: no pensaba ir. Él no sentía miedo por estas cosas, pero no quería entrar en un juego que no veía claro y que le merecía mucho respeto. Pero la curiosidad pudo con él. Solo pensar que ese sábado por la noche podía ir a una cabaña abandonada y semiderruida junto al pantano del Atazar con sus dos amigas y responder así a la supuesta llamada que alguien había hecho desde el más allá le producía tal ansiedad que tardó poco en dar su brazo a torcer. Iría, estaría con ellas, pero solo como observador: no intervendría en el juego ni hablaría con ningún muerto. Trato hecho, le contestaron al unísono Cristina y Claudia.

Fueron en el coche de Juan, sin dejar de hablar en todo el viaje, que duró algo más de una hora, con una mezcla de nervios y emoción. Sobre las once de la noche estaban cruzando la presa y poco después se metieron por el camino que conocían de excursiones pasadas. Dejaron el coche preparado para salir después sin hacer maniobra y fueron andando hasta la casa abandonada.

Poco a poco se fueron acostumbrando a la oscuridad de la noche, rota por la luna y las estrellas, que brillaban con fuerza en cuanto dejabas atrás la gran ciudad y te introducías en la montaña. La casa abandonada les esperaba al pie del pantano, misteriosa y negra, con un silencio que causaba terror. Se acercaron en silencio, con la luz de un mechero, pues no se les había ocurrido llevar una linterna.

Entraron con sigilo, impresionados por el ruido que hacían al pisar todo tipo de escombros. Decidieron quedarse en lo que parecía un gran salón, con una chimenea todavía en pie. Allí se sentaron, junto a una ventana que daba al negro pantano, a pocos metros de allí.

Se colocaron en círculo, pusieron el tablero de la ouija en medio, encendieron unas velas y se cogieron las manos. A las 12 en punto, Claudia, que estaba en medio, cerró los ojos y empezó a llamar a su novio, primero con cariño, bajito. Pero no había respuesta. Luego subió el tono de voz y esperó. No se produjo ninguna señal. Fuera se oían las llamadas de aves nocturnas y el viento que soplaba entre los árboles y penetraba por la ventana abierta hasta ellos, llevándoles el olor fresco del agua.

Con su mano libre, Juan fue a coger la caja de cerillas para encender una vela a punto de apagarse, pero se le escurrió y cayó con estrépito sobre el tablero, lo que hizo sobresaltarse a todos. Claudia y Cristina dieron un grito y se soltaron, mientras las luces de las velas aún encendidas vibraron con fuerza. Cuando se tranquilizaron, volvieron a tomarse las manos y se concentraron. Guardaron silencio, sobrecogidos por el entorno.

Pasaron varios minutos así. Juan, que en el fondo se había divertido pero ya empezaba a aburrirse, pensaba que era mejor retirarse cuando se produjo un sonido distinto a todos los demás. Procedía del exterior. Parecían pisadas fuertes, primero lejanas, sobre arbustos y luego sobre tablones de madera. Los pasos se acercaban, cada vez más fuertes, hacia la ventana que tenían junto a ellos.

(Continuará en el próximo post...)





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