Tarde de domingo al sol

Madrid, domingo 9 de marzo de 2014
Domingo por la tarde. En Madrid se rozan los 20 grados, por fin. Después de un invierno largo, muy frío, lluvioso y duro, el sol ha vuelto a salir y tenemos el primer fin de semana con buen tiempo desde hace meses. Así que toca ir al centro a dar una vuelta.

Empiezo en la Plaza de Benavente, donde me deja el 32 a eso de las cuatro de la tarde. Parejas mayores, familias enteras, visitantes de otros lugares de España pasean por esta plaza adormecida por la luz de un domingo que decaerá en un par de horas. Desde allí me dirijo a la Plaza Mayor, para después torcer a la izquierda hacia La Latina. Las terrazas están llenas de guiris en busca de rayos de sol. Según avanzo cambia el paisaje humano. De los mayores y las familias de Benavente pasamos a los guiris de la Plaza Mayor, y de ahí, por la calle de Toledo, entramos en el mundo alternativo, que llega a su clímax en la plaza de la Cebada.

Junto al mercado, hay una hondonada donde se agrupan decenas, centenares de jóvenes con botellón tirados en el suelo. Tuerzo por la calle de Calatrava y voy a dar a la Basílica de San Francisco el Grande, y en concreto al mirador que apunta al oeste de la ciudad. El sol todavía está alto y calienta de lo lindo. Subo hacia "El viajero" y allí es casi imposible andar: una multitud de jóvenes, de parejas, de amigos, de universitarios, de salidos y perdidos se mezcla a las puertas de los bares para apurar sus copas al sol. 

La Cava Baja me lleva de nuevo hasta la Plaza Mayor, y de ahí voy a Sol, a la calle Preciados, Callao, Gran Vía y Fuencarral. Nuevas tribus humanas, nuevos ocios, más basados en el consumo y el ego, y más modernidad. Por la calle de San Bartolomé, desierta y resacosa, desconocida sin ambiente y deprimentemente aburrida, llego a la Plaza Vázquez de Mella y desemboco en la Gran Vía de nuevo, ya para bajar hasta Cibeles y luego remontar hasta la Puerta de Alcalá y entrar en un Retiro abarrotado. 

La tarde de domingo de la que siempre intento huir se resume en ese par de señoronas que caminan delante de mí. Parecen haber rescatado del armario para este día sus collares y abrigos de piel con olor a naftalina. Dan su rancio paseo dominical por Alcalá cogidas del brazo, mientras cotillean entre susurros cuando una pareja de chicos tomados de la mano se cruzan con ellas. Una de ellas vuelve la cabeza para seguir mirando. Las veo delante de mí, unos pasos más allá, tan ridículamente escandalizadas, y siento que me quiero ir ya a casa.  

Algo tiene la tarde de domingo que puede conmigo, una especie de plácida languidez que lo cubre todo, de aburrimiento sobrevenido, de depresión ajena y contagiosa, un anuncio prematuro de que lo bueno se acaba. Es la sensación de fin de fiesta, cuando se encienden las luces y toca recoger los restos como pruebas evidentes de que la alegría del fin de semana es siempre efímera. En realidad, es la constatación, cruda y real, de que el tiempo pasa y otra semana se fue, otro fin de semana que prometía tanto se esfuma con prisas, y al sol que aún cae sobre mí en el Retiro le quedan apenas unos minutos antes de dejar paso al crepúsculo y al frío.

Calle de San Bartolomé, desierta y deprimente el domingo por la tarde

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