Un vuelo a Turquía

Mausoleo Ataturk, Ankara, febrero de 2014
Porque a veces se cruzan dos ríos, en las noches de diciembre
Porque no sé de dónde has salido... toda una vida sin verte (...)
Porque cuando se juntan dos ríos se hace fuerte la corriente

("Por eso (Kantamelade)", Maldita Nerea)

Una de las vistas más espectaculares que he visto en mi vida desde un avión ha sido la de Estambul al anochecer. Viajaba a Ankara desde Madrid, y al no haber vuelos directos era necesario cambiar de avión en aquella ciudad. El aparato se vio obligado a dar varias vueltas antes de tomar tierra por el intenso tráfico aéreo, así que pude contemplar desde mi ventanilla la grandiosidad de Estambul, en el sentido más amplio: por su extensión y porque verla desde el cielo te deja sin respiración, por su extraordinaria belleza. Decenas, quizás centenares de mezquitas sobresalen con sus minaretes apuntando a un cielo crepuscular que hace más intensas las luces de la ciudad.

El Bósforo, también conocido como Estrecho de Estambul, que separa con poderío la parte europea de la asiática de la ciudad, palpita de vida y majestuosidad. Desde las alturas se adivinan recodos y rincones donde uno podría perderse durante un día entero en buena compañía. O en soledad. Porque desde las nubes se descubre que esta es una ciudad espiritual, profunda, para vivirla y sentirla.

El aterrizaje en Ankara, ya de noche, es mucho más prosaico. La capital de Turquía es una ciudad administrativa, práctica, sin alharacas. En el hotel proponen como única atracción turística el Mausoleo Ataturk, erigido en honor al gran héroe nacional. Es una obra descomunal, faraónica, en memoria de un solo hombre que cambió la historia del país. El paseo de los leones lleva hasta una gran explanada, presidida por el Mausoleo donde reposan los restos de Ataturk. En los laterales de la gran explanada hay un museo con algunos de los coches e incluso el yate que utilizaba el político turco. Desde una mezquita cercana llega la llamada a la oración, un canto que siempre consigue impresionarme y meterme el miedo en el cuerpo.

En las calles de Ankara se nota el pulso entre Oriente y Occidente. Una lucha permanente, silenciosa y siempre presente. Se palpa en sus calles, en los comercios, en los restaurantes, en la Ciudad Vieja, en plena rehabilitación, desde donde llegamos a una calle comercial con sabor y olor oriental, donde las maniquíes visten chilabas y la moda se reduce en muchos casos al color de los pañuelos. 

La primera noche, nada más llegar, tuvimos que cenar sin una triste cerveza, sin un mal vino. Me conformé con un té helado. Al día siguiente encontramos en una céntrica calle un garito, vacío, donde nos sirvieron cervezas calentorras. Algo es algo. Cuatro personas se repartían el escaso trabajo: uno pregunta, otro toma nota, otro sirve la cerveza y otro más mira y controla. 

Me fui de Ankara pensando en Estambul, en su puesta de sol y en los misterios que encerrarán sus calles, sus edificios, sus mezquitas cuando cae la noche. La conocí desde el cielo. Ahora quiero tocarla en la tierra.


Guardia en el Mausoleo Ataturk, Ankara

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