Callejones de Pekín

Templo del Cielo. Pekín, mayo de 2017
"Las letras obran el prodigio de rescatar el tiempo de su irremediable fluir, de su inmersión en el pasado y mantenerlo vivo, convertido incluso en futuro; porque bajo la forma de escritura todo tiempo es ya futuro, a la espera de un posible lector"

Emilio Lledó, en "El Surco del tiempo"
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Soñé que me perdía en Pekín. Que caminaba sin rumbo y sin comunicación posible durante horas que se hicieron días, y finalmente caía rendido en un "hutong" de esta megaciudad de más de 21 millones de habitantes.

Una mañana de mayo, calurosa, de manga corta, salí del hotel y me fui a pasear en busca de un lugar que había visto desde el taxi el día anterior. Me fié de mi orientación y caminé, me zambullí en los pensamientos, di vueltas y cuando quise darme cuenta perdí los puntos de referencia. Es decir que no tenía ni idea de dónde me encontraba, después de más de tres horas andando.

Rodeado de chinos, centenares de chinos, no vi a un solo occidental al que pudiera preguntar. Me dirigí a uno de ellos y al preguntarle si hablaba inglés me miró con cara de espanto y se fue raudo. Probé suerte con uno, dos, tres, diez, veinte más... Lo más sencillo y corto posible: "speak English?" Gestos de otro mundo, como si únicamente el sonido que les transmitía les produjera un rechazo visceral. Estaba claro que no entendían ni el sentido de mi pregunta. Nada.

En mi sueño solo había chinos que no hablaban, ni leían, una palabra de inglés. El español ni lo saqué a relucir, teniendo en cuenta que unos días antes me dieron este dato alucinante: 40.000 chinos están estudiando español en su país... donde viven más de 1.500 millones de personas. Encontrar uno de esos estudiantes sería como hallar una aguja en un pajar gigante.

Me perdí, sin batería en el móvil, sin una sola dirección escrita en caracteres chinos, sin compañía. Anduve sin parar, pasé junto a rascacielos imposibles, y de ahí a barrios tradicionales con callejones inquietantes, de donde salían olores nauseabundos. Entré en un restaurante, acuciado por el hambre, me guiaron por pasillos interminables que daban a patios, a nuevos callejones, a más salas de comedor, a ramificaciones interminables del local, en el interior y en el exterior, hasta que acabé por perder de vista totalmente el camino de vuelta, la salida de ese laberinto chino de cocinas, pasillos, patios y salones oscuros, sucios, con estampas humanas sospechosas de nada bueno. Mientras el camarero me pedía con señas que no dejara de seguirle me separé de él en un "hutong", en un movimiento brusco para que no me viera. Y ahí me quedé, pensando que no saldría vivo de esa.

En mi sueño estuve parado minutos, horas, quizás días... Cuando los ruidos externos disminuyeron asomé la cabeza desde mi escondrijo y me atreví a salir con toda cautela. Pero ante mí tenía media docena de caminos posibles, todos ellos hacia nuevos callejones malolientes, solitarios, negros y aparentemente peligrosos. Tomé uno al azar y me llevó a nuevas encrucijadas, en un laberinto sin fin que parecía introducirme cada vez más hacia el centro mismo de aquella jaula china. 

Pasaron las horas, los días y seguía en el "hutong" sin escapatoria posible. Cuando me cruzaba con un chino, o con diez, les preguntaba, cada vez más sucio y hambriento, y se separaban de mí sin mirarme. No dejé de luchar por encontrar mi salida, que parecía cada vez más lejana.

Corrí sin parar y siempre entraba en nuevos callejones, en patios que daban a pasillos desconocidos o acababa en cocinas donde carne de dudosa procedencia hervía en grandes ollas. Y grité. Fue un grito atroz, salido de lo más profundo del alma. Desperté con las palpitaciones a doscientos por minuto.

Me vi en la habitación del hotel. Eran poco más de las cuatro de la mañana, pero ya entraba la luz del amanecer por la ventana. A las seis, sin sueño, bajé a desayunar y me encontré con mis compañeros de fatigas. Iban a dar una vuelta larga. "¿Te vienes o te vas a tu bola?" Ni lo pensé: "¡Voy con vosotros!"

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