Miradas

Templo de Debod, atardecer del 25 de febrero de 2013

Hace un frío polar en Madrid. De vez en cuando se levanta un viento que corta la respiración y provoca un escalofrío. No es día para pasear por la ciudad, pero el Templo de Debod debe de tener un imán especial, una fuerza interna que te atrae y que se hace más intensa cuando empieza a ponerse el sol. Bajaba por Princesa hacia Plaza de España, pero mis pasos me llevaron a la derecha sin remedio posible, por Ventura Rodríguez y de ahí a uno de los lugares con más magia de Madrid.

Cuando llego al Templo el sol se está poniendo en el horizonte, sobre la Casa de Campo. Los últimos rayos del día se reflejan en el agua del viejo monumento egipcio y decenas de fotos se disparan desde todos los ángulos. Me acerco al borde del parque, donde una terraza te pone lo mejor de Madrid a tus pies. Los ojos se van a esa línea roja donde el sol empieza a esconderse, y llena de matices el pulmón verde de Madrid, donde resalta por altura el Parque de Atracciones. 

Es un atardecer frío y rojo a la vez, intenso, duro, un adiós tajante del astro que en pocos minutos desaparecerá de la vista y nos dejará en penumbras. Miro la Casa de Campo otra vez y no puedo dejar de pensar en el Madrid Arena, convertido, quizás ya para siempre, en un lugar de pesadilla para la memoria colectiva de los madrileños. 

El sol se recoge con prisa, y dibuja un cielo de rasgos violentos y heladores. Un sol que no calienta es como un agua que no sacia la sed. Pura melancolía. La temperatura baja un poco más, mientras un grupo de personas contempla la caída del astro. Decenas de ojos con una vida detrás, miradas con pasado, presente y futuro, que observan la estrella amarilla con impresión. Almas que se encogen de frío y de estupor, al comprobar que ya pasó un día más.

Hay miradas de enamorados, que se besan frente a la puesta de sol y de pronto giran la cabeza hacia el horizonte como para beber esos últimos rayos del día. Y luego vuelven a unirse en un beso infinito y sobrenatural.

Hay miradas de turistas, que se fotografían ante el sol decadente de Madrid y contemplan absortos el rastro rojizo que deja a su alrededor, y luego corren a un lateral de los jardines para tomar más imágenes del Palacio Real y la catedral de La Almudena. Hay miradas de japoneses que todo lo ven a través de un objetivo. Entre disparo y disparo buscan el siguiente plano y vuelven a enfocar. El mundo para ellos no es algo real, sino una gigantesca imagen digital que se puede retocar.

Hay una mirada fija de un hombre solitario que apenas se mueve un milímetro. Está quieto, con los ojos puestos en el sol que se esconde, las manos en los bolsillos de su abrigo. ¿Qué pensará? ¿Qué vida tendrá? ¿Qué le habrá llevado un frío lunes de febrero casi a las siete de la tarde a acudir solo a ese rincón de Madrid? ¿En quién pensará? ¿Qué secretos guardará?

Y hay una mirada fuerte que observa todas las demás y piensa que detrás de cada una hay una historia humana, hay miedos y pasiones, esperanzas y frustraciones, ilusiones y fracasos. Amores y quizás odios. Miradas de vida, para la vida.


Puesta de sol sobre la Casa de Campo de Madrid, 25 de febrero de 2013


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