Travesía en el desierto

Fuerteventura, agosto de 2004

El sol cae a plomo sobre ti. Miras hacia delante y solo ves arena, dunas y más arena, y al fondo una montaña desnuda, sin rastro de vida. En medio de este terreno inhóspito surgen dos matorrales, como para indicar que no todo ha terminado, que hay esperanza, y que incluso de la nada puede obrarse el milagro.

Prefieres no mirar hacia atrás, porque allí, a lo lejos, cada vez a más distancia, está el mar, el océano, tu otra vida, tu casa, a la que ya no volverás. No vale volver la cabeza, nunca más. Solo puedes avanzar. Si te paras te hundirás en esa arena tan blanca como blanda, que te tragaría en pocos minutos, hasta no dejar ni rastro de ti.

Así que solo te vale seguir dando pasos hacia delante, sin pausa, sin mirar atrás, sin saber dónde te llevará ese camino sin señales ni guías. Tu única referencia es aquella montaña pelada. Y hacia allá vas, en un camino que por momentos se hace insufrible, interminable, con una meta misteriosa y desconocida. No sabes lo que te espera, pero no te paras, das un paso, luego otro, sin detenerte para que no te trague ese desierto en el que entraste hace ya demasiado tiempo, y que es mucho más extenso y duro de lo que pensabas. 


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